María dijo: “Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humildad de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre santo,
y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos | y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia—como lo había prometido a nuestros padres— en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
María se quedó con ella unos tres meses y volvió a su casa.(Lc 1 46-56)
¡Que diferente el pueblo que proclama María, del populismo que gritan hoy tantos autodenominados salvadores de los pobres! Las dicotomías son quizás las mismas porque siempre habrá pobres y ricos, hambrientos y hartos de todo, poderosos que tienen tronos y humildes que solo tienen hambre, unos que se sienten llenos y otros vacíos. El canto de María atribuye los cambios al brazo poderoso de ‘Dios entre nosotros’, mirando su humildad con los ojos del Enmanuel, su hijo pobre entre los pobres. La riqueza nueva de la humanidad que proclama María no es que el oro de los ricos pase a los pobres, y los haga nuevos ricos. La vaciedad de los ricos y poderosos de este mundo, será ausencia de conocimiento del Nombre Santo y disfrute de la misericordia, mientras que la llenura de los pobres del reino, será de temor de ese Nombre y hartura de misericorcia.
En Israel la riqueza y el poder físicos también venían de Dios ¿Qué había pasado en el alma de María, para que se alegrara su espíritu de que los ricos quedasen vacíos y los pobres llenos? ¿Estaba hablando de riquezas del mundo o del fruto de su fe, que ahora era un niño en su vientre? Aquello que le ocurría, y que provocó la bendición de Isabel en su propio canto, tenía mucho que ver con el estado de conciencia de su alma, con la alegría de todo su ser que se supo mirado por Dios. «...Se ha fijado en la pequeñez de su sierva».
Seguramente la llave para entrar en la revolución personal y social que supone ser miembro del pueblo nuevo de Dios, es sentir la alegría de que El se fija en mí y también se alegra. Si me siento pequeño, Él me acrecienta, si me creo grande, Él me rebaja para nivelarme y ponerme en mi sitio con la fuerza de su brazo que es pura misericordia. Por eso el actuar de Dios, aceptado como María, siempre produce el signo inconfundible la alegría. Otros populismos producen odio, aunque sus gritos suenen en términos muy parecidos. «Fuera tronos, el pueblo humilde al poder, los pobres a por todas las riquezas….».
Hay otra prueba de la veracidad del estar frente a Dios y que El es quien me mira: la dispersión y desaparición de los soberbios de mi corazón, que son los pensamientos y sentimientos que me hacen creerme algo ante Dios y los hombres. Él derriba a esos terribles poderosos que, sentados en los tronos otorgados por mí, me esclavizan y dirigen mis propios actos. Son mis pasiones levantadas por aquellos enemigos, famosos en otros tiempos y que hoy parece hasta cursi nombrarlos, pero que ahí están: mundo, demonio y carne. No son dragones de hace miles de años extinguidos ya. Aún quedan animales que lanzan fuego de odio por sus bocas. El brazo poderoso de un niño pequeño, proclamado por la voz alegre y humilde de una madre virgen, los hacen visibles ante la verdad de la Luz que los vence, como el día a la noche en el solsticio de invierno que es la Navidad. Viene, pero comprobable su aumento con el simple reloj de la fe que mide la misericordia.
El Magníficat no es solo un canto de actuación de la fortaleza de Dios en su pueblo, poniendo a cada uno en su sitio, sino un canto a la feminidad y maternidad singular de María que vamos a recordar dentro de dos días en la liturgia del pueblo nuevo purificado. Cuando Lucas recoge el canto, lo recibe de fuentes judías entre las que durante siglos la maternidad era una bendición, y ser estéril, una humillación. La «humillación de su sierva» puede tener ese sentido. María, por su consagración, no tenía hijos ni pesaba tenerlos, pero la fertilizante y creativa mirada de Dios, la hizo madre de un pueblo nacido de la misericordia, en el que Él estaría presente y sería proclamado su milagro genético por generaciones de generaciones. Puede ser el himno más cantado y leído del Evangelio, y tiene todo su sentido en nuestra Navidad litúrgica.
La proclamación de la alegría del espíritu de María de Nazaret, no puede decirse que sea feminista en el sentido actual reivindicativo del término, pero es una cumbre de la eterna feminidad que se sabe elegida entre todas las creaturas del cosmos que conocemos, para ser la puerta de entrada de Dios en este mundo, y puerta de salida del hombre hacia su Creador y Padre, su Señor que le mira. Las «obras grandes que Dios, ha hecho por mí» que proclamó María, son que su Nombre Santo de Padre y su misericordia hecha Hijo en carne de su carne, van a llegar desde su vientre a toda las generaciones, de una en una, transmitiéndose como la mayor herencia de la humanidad. Seguir siendo cristianos hoy, es sin duda una «gran proeza de su brazo». Gracias a María, y gracias a la Iglesia que la pone delante de nosotros con toda la fuerza de ser Evangelio, presencia eficaz de Dios en el obediente, en el que escucha.
¡Feliz Navidad!