Y él, alzando los ojos hacia sus discípulos, decía:
«Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios.
Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados.
Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis.
Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo. Pues de ese modo trataban sus padres a los profetas.
«Pero ¡ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo.
¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre.
¡Ay de los que reís ahora!, porque tendréis aflicción y llanto.
¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas (San Lucas 6, 20-26).
COMENTARIO
El evangelio de hoy nos presenta las cuatro bienaventuranzas y las cuatro maldiciones del Evangelio de Lucas. Algunos le llaman a este discurso el “Sermón de la planicie”, pues según Lucas, Jesús bajó de la montaña y se paró en un lugar de llanura donde hizo su discurso. En el evangelio de Mateo, este mismo discurso está hecho en el monte (Mt 5,1) y es el llamado «Sermón de la Montaña».
Si miramos a nuestro mundo vemos gentes que son pobres, que pasan hambre, que sufren, que son excluidos y proscritos…, y a nadie se nos ocurre llamarlos dichosos ni tampoco ellos mismos se sienten como tales. Por el contrario, vemos gente rica, que disfruta de todas las comodidades posibles y goza el momento presente como si poseyera el mayor tesoro, y todo los miramos con cierta envidia y los calificamos como gente con suerte.
Pero la felicidad, la buenaventura del hombre, el destino del hombre en esta vida no es precisamente esa que ofrece el mundo y la que Dios quiere para nosotros y nos ofrece. Esa felicidad no se consigue con dinero, ni poder, ni diversión etc. Jesús contradice así los parámetros de felicidad del mundo y nos muestra donde se encuentra la verdadera felicidad. La felicidad viene de mirar el mundo desde la perspectiva de Dios y en tener comunión con El. Para ello necesitamos ser como niños, pobres de espíritu, no solamente materialmente, sino humildes de corazón. Esta bienaventuranza es la base de todas las demás, pues quien es pobre será capaz de recibir el Reino de Dios como un don. Quien es pobre en su corazón se dará cuenta de qué cosas ha de tener hambre y sed: no solo de bienes materiales, sino también y sobre todo de la Palabra de Dios; no de poder, sino de justicia y amor. Quien es pobre sabrá que todo su tesoro mayor es Dios. Y es precisamente uno de los mayores males de la sociedad de hoy la soberbia que existe en el corazón del hombre, la prepotencia y autosuficiencia que suplanta a Dios.
Por el contrario ¡Ay… los ricos! ¡Ay los que ahora estáis saciados! Ay los que hoy ríen… Ay, porque todo eso se convertirá en llanto, soledad y muerte. Esta lamentación es también el fundamento de todas las que siguen, pues quien es rico y autosuficiente, quien no sabe poner sus riquezas al servicio de los demás, se encierra en su egoísmo y obra él mismo su desgracia. La felicidad, la paz y el gozo están por el contrario en un espíritu necesitado de amor y misericordia que solo se sacia con Dios.
¡Es ciertamente un duro discurso del Señor! Difícil de entender y comprender y más de aceptar. Pero es ahí en ese misterio de la salvación, en esa perla escondida, despreciada e ignorada donde el Señor nos indica donde esta “la verdadera felicidad” como decía san Francisco.
Que Dios nos libre del afán de riquezas, de poner nuestro corazón en los bienes materiales, en el afán de poder, dominar y gozar a toda costa, porque La felicidad que el Señor promete no solamente es para el presente, para esta vida, sino para siempre, total y gratuita.