Mientras Jesús hablaba a la gente, una mujer de entre el gentío, levantando la voz, le dijo: “Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”. Pero él dijo: “Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (San Lucas 11, 27-28).
COMENTARIO
Es una mujer la que habla; es una mujer la que alza la voz, hasta el extremo de que en medio del gentío e interrumpiendo o reaccionando frente a cuanto estuviera enseñando el Señor, ella, se hace oír. Grita.
Y su grito no es ningún improperio, sino una explosión de alabanza. No es sino un piropo, bastante usado entre nosotros, con mayor o menos casticismo. El entusiasmo hacia una persona nos hace decir “¡Viva la madre que te parió!” U otras expresiones enfáticas alusivas, también, a la leche nutricia. Es evidente que aquella mujer elogiaba a Jesús, y a quien más tendría que querer, a la par que reivindicaba a la mujer, en sus insustituibles papeles de gestante y amamantadora. Nada más evidente e innegable que la dependencia de todo ser humano de su madre.
Con toda seguridad, la mujer que destaca aquí, llevada por la belleza y sublimidad del mensaje de Jesús, quiso expandir su admiración hasta la cordera mansa que había alumbrado al cordero que quita el pecado del mundo. La no resistencia al mal, simbolizada por la docilidad del cordero ante su matarife, se podía y debía remontar a la cordera sin mancha que lo había llevado en su seno y lo habría criado. Eso explica que levantara la voz entre el gentío.
Algunos se espantan ante lo que juzgan un “feo” de Jesús hacía su madre; algo así como un incomprensible exabrupto impropio del dulce Jesús, y del reconocimiento que cabe suponer a todo buen hijo respecto de su madre. Casi una grosería, un desplante.
Quien así razona yerra por completo.
Jesús invita a aquella mujer, y a todo el pueblo que estaba pendiente de sus labios, a traspasar la apariencia, la corporeidad (que no se niega sino que se preserva con el “más bien”) en beneficio del espíritu. No es que la maternidad no sea importante, que lo es en grado sumo y vital, sino que quería desvelar, descodificar, que aquella insuperable fecundidad, la de María su madre, se debió a una razón superior: haber escuchado la voz de Dios y haberla hecho carne, al hecho de haber dado cumplimiento a la palabra recibida de Dios.
Y esa persona, justamente, era su madre; no era la materialidad de su mediación corpórea sino la docilidad a la voluntad de Dios la que la hacía “bienaventurada”. Es en este pasaje, como en ningún otro, donde María se ganó el hermoso título de “bienaventurada”. La Bienaventurada Virgen María fue investida de este título precisamente aquí; donde los necios ven un desaire, ella, que escuchaba en lo más íntimo, recibió del Hijo el título de “bienaventurada”.
Esto abre una insospechada dimensión de consuelo a cuantas personas no tienen descendencia, pero sí pueden alcanzar una fecundidad espiritual, que el propio Jesús formula y ensalza.
La Iglesia que es “madre y maestra” ha traído este pasaje hoy precisamente en la festividad de la Virgen María de Fátima. Ella sigue escuchando y cumpliendo la voluntad de Dios. Y sirviéndose de tres sencillos pastorcillos (que comprendían intuitivamente la mansedumbre de sus corderos) ha intervenido en la historia de la Humanidad en forma insospechable. Francisco, Jacinta y Lucia, sin gestar físicamente a nadie, han sido bienaventurados por escuchar la palabra de Dios y cumplirla. Y como ellos una multitud ingente de personas que, sin detrimento del inmarcesible bien de la maternidad, alcanzan la fecundidad espiritual que les hace ser “dichosos”, benditos, bienaventurados.
Como también lo es san Juan Pablo II, que hace 38 años, fue librado de un sicario que trató de impedir que anunciara a todo el mundo la creación del Instituto que lleva su nombre y que impulsó para profundizar el estudio de la verdad natural y revelada sobre el matrimonio y la familia. Él no tuvo duda de que la Virgen, bajo la advocación de Fátima, celebrada aquel día, le había salvado. La bala, extraída de su cuerpo y que se puso en la corona de la imagen de Fátima, nos recuerda la veracidad del acontecimiento, y tal vez – llevados por el prodigio de la concreción sobre su persona de la llamada Teología del Cuerpo – podríamos vitorearlo, pero nos corregiría con palabras de Jesús; “Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”.