«En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Y les dijo esta parábola: “Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?’. Pero el viñador contestó: ‘Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas’”». (Lc 13,1-9)
A lo largo de toda su predicación y de muchas maneras, Jesús insiste en la necesidad de la conversión personal. Sabiendo que nuestro Padre Dios es paciente, sabe esperar un año, dos años, tres años… ¡Muchos años!. Así, Jesús aprovecha la situación que le vienen a plantear para invitar a sus interlocutores a convertirse, a cambiar de vida, a volverse a Dios.
La parábola que menciona es un anuncio de esperanza, de paciencia, de misericordia por parte de Dios. Pero también de urgencia a dar frutos, a convertirse porque en todo caso Dios respeta nuestra libertad. Dios ha puesto sus ojos en nosotros, estamos en un tiempo de prueba, en un tiempo de conversión.
Jesús, en esta parábola desenmascara una preocupación presente en muchos hombres de nuestro tiempo. Y es la preocupación de pensar que los sufrimientos de la vida tienen que ver con la amistad o enemistad con Dios y al revés: cuando todo va bien y no hay grandes angustias o desconsuelos creemos que estamos en paz y amistad con Dios. Pero Cristo nos muestra que no es así. Ese es el dios del garrote, el dios vengador que castiga si eres malo y te premia si eres bueno… No, no es así evidentemente nuestro Dios.
¿Acaso los miles de personas que mueren en los atentados padecieron de esa forma porque eran más pecadores que nosotros? ¿Acaso todas las víctimas del ébola, tantos inocentes que sufren y mueren de hambre en guerras crueles inocentemente merecían vivir y morir así? ¿Acaso ellos son mas culpables y pecadores que nosotros? ¡Por supuesto que no!, pues Dios no es un legislador injusto que castiga a quienes pecan. Hay que corregir la idea simplista según la cual las enfermedades y las calamidades le ocurren a uno como un castigo de Dios por un pecado concreto. Hay que ver el asunto al revés: en realidad es el pecado el responsable, en general, del mal que hay en el mundo.
Por otra parte, el retraso de la conversión nos coloca en una situación peligrosa. El Señor da un tiempo de espera, y no lo hace de brazos cruzados; Él hace todo lo que puede para que por fin la higuera comience a fructificar. Pero al final, “si no da fruto, se corta” (Lc 13,9). Jesús toma este acontecimientos de las noticias frescas del país y de la parábola de la higuera, para descubrir en ellas la voz de Dios que le advierte a cada uno sobre la inseguridad de su propio destino. Y, finalmente, anuncia la misericordia y paciencia del corazón de Dios, pero también su justicia. Es como si nos dijera: “El hecho de que todavía estés aquí es una oportunidad que Dios te está dando. Él te ha tenido paciencia. Pero no abuses de la misericordia de Dios. Llegará un tiempo en que ya no podrás hacer nada”.
Recordemos la predicación de Juan Bautista: “Dad, pues, frutos dignos de conversión… ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego” (3,8-9). ¡El que pueda entender, que entienda!
Valentín de Prado