Es momento de tomar el testigo de la fe y para ello, qué gran consuelo es saber que el Señor coopera. ¡Cristo ha resucitado! Verdaderamente ha resucitado, lo sé, aunque el afán de cada día se empeñe en robarme la alegría verdadera de la Resurrección, la que no deja vacíos ni resacas sino plenitud de vida. Y es que el cielo no está vacío; allí está Jesús, a la derecha del Padre y en comunión con el Espíritu… rodeado de gloria, honor y majestad.
Sin embargo, ¡oh, misterio insondable!, al mismo tiempo que está en su trono desciende a la pequeñez de mi vida y me acompaña en lo cotidiano de mi existencia. “¡Abre la boca que te la llene!” (Sal 80, 11b) me dice en todo momento. Pues hasta en lo que no me da, ahí también me esta dando, me esta preservando, me está cuidando… Porque Él ha resucitado con sus huesos y tendones, con esos orificios provocados por los clavos de mis pecados. ¡Y yo le importo! ¡Me quiere como a la niña de sus ojos!
¡Cómo no pregonar a tiempo y a destiempo, en los sótanos y desde los terrados que existe otra alternativa a esta vida atiborrada de proyectos frustrados, de fatigas inútiles, de vueltas erradas…! “A los que crean les acompañaran estos signos”, nos dice Jesús, y yo lo creo, por eso mis ojos han visto milagros y prodigios. Tantos, que a veces parece que pierdo la capacidad de asombro. ¿O es que no es un milagro la misma vida?
Todos sabemos cómo eran los apóstoles y discípulos, conocemos muy bien la pasta de la que estaban hechos. Ni más ni menos que como la de cualquiera: bravucones pero cobardes ante el peligro, incrédulos, dubitativos, competitivos… pero a pesar de esto -y contando con ello- fueron elegidos para mostrar al mundo la buena nueva del Reino de Dios.
Tener a Cristo como compañero de vida es una garantía de felicidad y satisfacción, pero de la completa y duradera, no de la que se hincha e hincha hasta que por la mínima abertura se escapa el gas. La alegría que permanece, aun combatiendo con el príncipe de la mentira -que no da tregua ni se cansa-; la gracia que nos hace pasar por encima de las aguas del orgullo, la fuerza del espíritu que nos cura de tantas esclavitudes de la carne…
Porque el mensaje es claro: el Dios de la Vida quiere rescatarnos del laberinto de muerte donde damos vueltas y vueltas sin hallar salida. Solo Él puede hacerlo; Jesucristo, y quienes en su nombre y por su nombre, anuncian la Paz.
Victoria Serrano