«En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor contestó: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’. Y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: ‘Enseguida, ven y ponte a la mesa’? ¿No le diréis: ‘Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú’? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: ‘Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer’»». (Lc. 17, 5-10)
Transcurría un periodo de “pertinaz sequía” cuando estando un grupo de amigos y un servidor en una charla informal, irrumpe en el informativo de la televisión un reportaje en el que salía en procesión el santo patrón de no sé qué pueblo, acompañado por una gran concurrencia, en rogativa para pedir la necesaria lluvia. Casi como un exabrupto, exclamé: “Ni uno de los que van ahí tiene fe”. “¿Por qué?”, me preguntaron los compañeros. Mi conclusión: “Porque todos han salido sin paraguas”.
Estamos a las puertas del final del “Año de la Fe” convocado por el Papa emérito Benedicto XVI, en que se nos invitaba a “un compromiso eclesial más convencido a favor de una nueva evangelización, para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe” (Benedicto XVI. Porta Fidei). El pasaje del Evangelio de Lucas que la liturgia nos ofrece este domingo nos puede servir para hacer un primer balance de si este año ha aumentado, como pedían los discípulos; o menguado nuestra fe, como parece indicar Jesús (basta con el tamaño de un granito de mostaza). Porque aquí como en tantos otros campos; la economía, los datos del EGM, los resultados electorales… las cifras son interpretables y relativas, son más los que son menos, ganan los que pierden y, al final, todo depende del color del cristal con que se mira.
Hace unos años invité a mis sobrinos a un espectáculo de magia infantil. Uno de ellos, Luisito, extrovertido donde los haya, se ofrecía de voluntario para participar en todos los trucos. El mago, con buen criterio lo mandaba sentar juego tras juego para dejar paso a otros. Según finalizaba cada número, el ilusionista obsequiaba con una golosina a cada niño participante. Al final, invitó a Luis a subir al escenario y a este le faltó tiempo para saltar. Terminado su minuto de gloria, el artista, jactándose ante el público, obsequió a mi sobrino: “¡no una vulgar chuchería; para ti tengo un premio especial!”, alardeó. Imaginad la cara y la decepción del niño cuando vio que se trataba de un simple céntimo de euro.
“¡Ya, pero es un céntimo mágico!”, apostilló el actor rápidamente ante la evidente posibilidad de que la monedita le impactara mismamente en un ojo. “Tú esta noche pones el céntimo debajo de la almohada y, mañana se ha convertido… ¡en un billete de cinco euros! Y que sepan los padres, que hay veces que se convierte incluso en billetes de veinte.” Concluyó. Ni qué decir tiene el cambio de gesto que se pudo apreciar en el semblante del niño. Por cierto, la moneda de céntimo se transformó “mágicamente” en un billete de cinco euros.
Y toda esta historia infantil, ¿qué tiene que ver con el Evangelio de hoy? Pues eso, que el que no se haga como un niño no entrará en el Reino de los cielos. (Mt 18, 2); y el Reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza, que es la más pequeña de las semillas, pero cuando crece es más alta que las hortalizas, se hace un árbol hasta el punto de que vienen los pájaros del cielo a anidar en sus ramas. (Mt 13, 31-32).
El Señor viene hoy, con su Palabra, a darte un regalo. Ha puesto en la palma de tu mano una diminuta semilla; pero, tú ¿qué ves?: El pragmático solo vería un despreciable e inútil grano de mostaza. El hombre que ve con los ojos de la fe, luz que viene del futuro, es capaz de ver un frondoso árbol lleno de nidos y de vida. Posibilidad y, a su vez, tarea.
Conocida es la fábula de Charles Peguy en la que alguien se acerca a una cantera y pregunta al primero: “¿Qué estás haciendo?”. A lo que respondió vehementemente enfadado: “Ya ves, pico piedras, un trabajo inhumano, otros viven del sudor de mi frente y yo soy explotado”. Preguntó a un segundo picapedrero y este respondió al más afable: “Me gano el pan mío y el de mis hijos y, dado los tiempos que corren, puedo sentirme un hombre afortunado”. Acercándose a un tercero, este de semblante alegre, a la misma pregunta contestó: “¡Construyo una catedral, que será durante siglos patrimonio de la humanidad y en la que miles de personas gozarán dando culto a Dios!”.
Nos han dicho repetidamente que la fe es “creer lo que no se ve”; y eso no es cierto. La fe es la capacidad de ver con otra mirada. El domingo pasado, junto a gran número de parroquianos, estuvimos visitando la exposición de las “Edades del Hombre” que, con motivo del “Año de la Fe” puede disfrutarse bajo el título de “Credo” en la ciudad abulense de Arévalo. Básicamente es un recorrido de cómo los artículos del credo apostólico han tenido también su expresión artística. Abre la exposición una auténtica joya escultórica en mármol, titulada “La Fe”, obra del genial Benlliure. La Virtud teologal está representada bajo un cuerpo femenino con los ojos vendados, pero donde la agudeza del maestro nos invita a vislumbrar una gasa transparente (no es tan ciega) y en su manos, fuertemente asidos el cáliz y la hostia eucarísticos. Unos ojos pragmáticos no verían más que una simple oblea de harina de trigo y unas gotas de vino de uva. Solo a través de los ojos de la fe se puede ver en la Eucaristía la entrega amorosa, infinita, de Jesucristo que nos invita a vivir nuestra vida, pequeña como un grano de mostaza como un gran proyecto amoroso del Padre, árbol frondoso cargado de vida; eslabón de la cadena hacia el Reino de Dios.
Unos pican piedras, otros construyen catedrales. Pero, “cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? (Lc 18,8)
Pablo Morata