«Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Al verlos, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”. Y, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: “¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?”. Y le dijo: “Levántate, vete; tu fe te ha salvado”. (Lc 17,11-19)
Diez hombres impuros/leprosos distinguen y reconocen a Jesús cuando está a punto de entrar en uno de los muchos pueblos desparramados a lo largo de los confines entre Samaria y Galilea. Le distinguen, le reconocen —como ya he señalado— y le retienen con sus gritos desgarradores: ¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros! Nos parece escuchar el eco de sus pálpitos internos. Es como si estos hombres estuviesen diciéndose a sí mismos: ¡Es Jesús, el Señor, el enviado del Padre para tomar nuestras flaquezas y cargar con nuestras enfermedades, tal y como anunciaron los profetas! “¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba!… Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados” (Is 53,4-5).
Vayamos a la reacción de Jesús. Por supuesto que se detuvo. Y para hacernos saber a todos que Él era la plenitud de la Ley, que iba a convertir la letra en espíritu y la norma en gracia, les dijo: “Id a presentaros a los sacerdotes”, tal y como establecía la Ley de Moisés. Así lo hicieron y se curaron… Sí, quedaron limpios de su impureza, la externa, la que repele a la vista.
Uno de ellos, sin embargo, sintió la necesidad de volverse hacia Jesús. Es ese volverse que con tanta insistencia proclamaban los profetas sin cesar para impulsar al pueblo hacia su Dios. Escuchemos, por ejemplo, la exhortación de Jeremías: “¡Si volvieras, Israel!, dice Dios, ¡si a mí volvieras!, ¡si arrancaras tus monstruos abominables, y de mí no huyeras! …Circuncidaos para Yahveh y extirpad los prepucios de vuestros corazones…” (Jr 4,1-4).
Ante este texto de Jeremías quedamos sobrecogidos; más que su voz nos parece un rugido de su alma. Es como si el mismo profeta viese, si no imposible sí casi inalcanzable, la conversión del pueblo. El mismo profeta nos saca de dudas acerca de este dilema cuando llega a la conclusión de que ya que el hombre por sí mismo no puede volverse a Dios, le suplica que sea Él quien le haga volver: “…Hazme volver y volveré, pues tú, Yahveh, eres mi Dios. Porque después de desviarme, me arrepiento…” (Jr 31,18b-19).
Acerquémonos nuevamente a los diez leprosos. Todos se sintieron curados, mas solo uno se volvió. Tuvo la sabiduría suficiente de dirigir sus pasos hacia la fuente de su curación, porque sabe que esta no se debió a la ley sino al Hijo de Dios. Aun cuando no alcanzaba todavía a abarcar en su verdadera dimensión lo que el Señor Jesús había hecho por él, escuchó de sus labios las palabras más sublimes que jamás pueda escuchar hombre alguno: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado!”.
Más adelante, Pedro, en nombre de todos los que se vuelven a Jesucristo a lo largo de la historia, proclama este bellísimo testimonio: “…el mismo que, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados. Erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas” (1P 2,24-25).
Antonio Pavía