Martha Morales
La fe es un don recibido en el Bautismo y es decisión. En su libro Introducción al Cristianismo, Joseph Ratzinger ayuda a esclarecer lo que es la fe: “La fe es una decisión por la que afirmamos que en lo íntimo de la existencia humana hay un punto que no puede ser sustentado ni sostenido por lo visible y comprensible, sino que linda de tal modo con lo que no se ve, que esto le afecta y aparece como algo necesario para su existencia” (p. 49).
El hombre tiende por inercia a lo natural, a lo visible. Tiene que cambiar para darse cuenta de lo ciego que es al fiarse solamente de lo que sus ojos pueden ver. Sin este cambio de la existencia, no es posible la fe. La fe es un cambio que hay que hacer todos los días; sólo en una conversión que dure toda nuestra vida podemos percatarnos de lo que significa la frase “yo creo”.
La fe siempre tiene algo de ruptura arriesgada y de salto, porque en todo tiempo implica la osadía de ver en lo que no se ve lo auténticamente real, lo auténticamente básico.
La fe cristiana trata de Dios en la historia, de Dios como hombre. Pero ¿qué es propiamente la fe? La fe es la forma de situarse firmemente el hombre ante toda la realidad, forma que no se reduce al saber ni que el saber puede medir. Creer cristianamente significa confiarse al sentido que me sostiene a mí y al mundo, considerarlo como el fundamento firme sobre el que puedo permanecer sin miedo alguno. Creer cristianamente significa “afirmar que el sentido que nosotros no podemos construir, que sólo nos es dado recibir, se nos ha regalado, de manera que lo único que tenemos que hacer es aceptarlo y fiarnos de él” (p. 67). La fe cristiana significa “considerar lo invisible como más real que lo visible. Es afirmar la supremacía de lo invisible como lo propiamente real”. Lo que no cae dentro de nuestro campo visual es lo que sostiene y posibilita toda la realidad restante.
La primera y la última palabra del credo –“creo” y “amén”- se entrelazan entre sí, abarcan todos los demás enunciados. La doble resonancia de “creo” y “amén” muestra el sentido del todo, el movimiento espiritual que nos ocupa. El término “amén” viene de la misma raíz de la que se deriva “fe”. “Amén” expresa a su manera lo que significa creer: permanecer firme y confiadamente en el fundamento que nos sostiene, no porque yo lo haya hecho y lo haya examinado, sino justamente porque no lo he hecho ni puedo examinarlo. Expresa la entrega de sí mismo al fundamento del mundo como sentido que me ofrece antes que nada la libertad del hacer.
El acto de fe cristiana incluye la convicción de que el fundamento que da sentido, el “logos” en que nos mantenemos, en cuanto sentido es también verdad. Un sentido que no fuese verdad sería un sin-sentido. La inseparabilidad de sentido, inteligencia, fundamento y verdad, expresada tanto en la palabra hebrea “amén” como en la griega “logos”, supone toda una concepción del mundo.
Dice el Papa Benedicto XVI: “La forma en que el hombre entra en contacto con la verdad del ser no es la forma del saber, sino la del comprender: comprender el sentido al que uno se ha entregado. Y podemos añadir que sólo en la permanencia es posible la comprensión, no fuera de ella. Una cosa no sucede sin la otra, ya que comprender significa asir y entender el sentido que se ha recibido como fundamento, como sentido” (69). Comprender es captar el fundamento sobre el que nos mantenemos como sentido y como verdad: reconocer el fundamento significa sentido. La comprensión no sólo no se contrapone a la fe, sino que constituye su auténtico contenido. La comprensión del mundo nace exclusivamente de la fe.
La fe es encontrar un tú que me sostiene y que, en medio de todas las carencias y de la última y definitiva carencia que comporta el encuentro humano, regala la promesa de un amor indestructible que no sólo ansía la eternidad, sino que la otorga. La fe cristiana vive de que existe un entendimiento que me conoce y que me ama; de que puedo confiarme a él con la seguridad de un niño que en el tú de la madre ve resueltos todos sus problemas. Por eso la fe, la confianza y el amor son, al fin de cuentas, una misma cosa, y todos los contenidos en torno a los cuales gira la fe no son sino aspectos concretos del cambio radical, del “yo creo en ti”, del descubrimiento de Dios en el rostro del hombre Jesús de Nazaret.
Todas las reflexiones de este libro giran en torno a la forma fundamental de la confesión: yo creo en ti, Jesús de Nazaret, como sentido (“Logos”) del mundo y de mi vida, dice Ratzinger.
San Juan Crisóstomo dice que la fe nos hace conservar la imagen de Dios que se imprime en el Bautismo, porque aunque esta impresión la haga la Sangre de Cristo para que nunca se borre, es necesario resguardarla en la caja de las buenas obras (Hom 6, 1 In Joan).
Hemos de pedir al Señor tener amor a nuestra cruz, al sufrimiento. Jesús nos podría decir señalando su corazón:
̶ “Hijo mío, escóndete en esta llaga y toma fuerza de ella para llevar la cruz que te he preparado”.