“Había un hombre del grupo de los fariseos llamado Nicodemo, jefe judío. Este fue a ver a Jesús de noche y le dijo: “Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios, como maestro; porque nadie puede hacer los signos que tú haces si Dios no está con él”. Jesús le contestó: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios”. Nicodemo le pregunta. “¿Cómo puede nacer un hombre, siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?” Jesús le contestó: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu. No te extrañes de que te haya dicho: “Tenéis que nacer de nuevo”; el viento sopla donde quiere y oyes su ruido, pero no sabes de donde viene y adónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu. (Juan 3, 1-8)
En este diálogo parece como si Jesús quisiera poner a prueba a este jefe judío de la secta de los fariseos que ocupaba un puesto importante en el Sanedrín, máximo órgano de la estructura religiosa de Israel, y que en su misteriosa presentación a Jesús parece que viene con las cautelas del que es enviado discretamente por otros, pues se presenta con sigilo en medio de la noche y no puede ocultar con el “sabemos” de su pregunta, que busca una respuesta para él y para otros que le han enviado sobre los poderes de Jesús, que el mismo no se recata en reconocer como “venidos de Dios”.
Pero Jesús parece que ha visto el recelo en el corazón de aquel hombre y eleva el nivel de su respuesta, de manera que Nicodemo es incapaz seguir su discurso. ¿Nacer de nuevo? ¿Nacer del agua y del Espíritu?, se pregunta el escriba perdido en la puerilidad de lo meramente humano o físico, e incapaz de trascender hacia los valores más altos que le descubre su interlocutor.
Pero no adoptemos posiciones rigurosas sobre la escena. Simplemente, nos formularemos la pregunta clave: ¿Qué respuesta espera Jesús de los hombres que se acercan a él? Por qué el desencanto de Jesús cuando dice: “Si os hablo de las cosas terrenas y no me creéis, ¿Cómo me creeréis si os hablo de las cosas celestiales?
La respuesta no la encontraremos en este diálogo que concluye con un monólogo de Jesús para el que ya no hay respuesta. Pero el mismo Juan nos va ofrecer nuevas pistas para encontrarla en otros diálogos más sencillos y tiernos, menos formales, y también, más llenos de fe. Y para ello, tenemos que salirnos del Evangelio del día.
Solo dos escenas. La primera en Juan 4, “Jesús y la samaritana”, y la segunda en Juan 9, “Curación del ciego de nacimiento”.
En el primer episodio Jesús tiene sed, y le pide de beber a la samaritana. Ambos conversan junto al pozo de Jacob, y la mujer pondera el agua de aquel pozo. Jesús le dice: “El que bebe de esta agua vuelve a tener sed, pero el que bebe del agua que yo le daré nunca más tendrá sed”. Y la mujer dice: “Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla”. No hay más circunloquios, la samaritana se entrega, acepta ciegamente las palabras del desconocido que la interpela, y Jesús simpatiza con su respuesta y se interesa por su vida.
En la segunda Jesús “ve a un hombre ciego de nacimiento”. Qué misterio tiene la mirada de Jesús, al que nosotros, igual que este ciego de Jerusalén, no vemos cuando pasa a nuestro lado. Sus discípulos le preguntan por el pecado de aquel hombre, y Jesús, le devuelve la vista, le unta los ojos con barro de su saliva y le pide que se lave en la fuente de Siloé. Agua y Espíritu. Luego, el ciego cuenta su experiencia a los fariseos con toda sencillez, pero él no vio al hombre que le devolvió la vista, y aunque nada sabe de él, se atreve a considerarlo como profeta.
Los fariseos, por el pecado de curar en sábado, interrogan a los padres del ciego que se disculpan temerosos y salen de la escena, y estos, nuevamente interrogan al ciego que es capaz de confundirlos con sus réplicas sencillas, pero cargadas de sensatez y sinceridad. Al final, encolerizados, los judíos lo expulsan de la sinagoga. Se entera Jesús y lo busca. “¿Crees tú en el Hijo del hombre?”, le pregunta. Y el ciego contesta: “Y quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dice: “Lo estás viendo; el que te está hablando, ese es”. Y el ciego dice: “Creo Señor”. Y se postró ante él.
Es la fe del carbonero, la que no necesita pruebas ni explicaciones sesudas. Es la fe del amor, de la entrega, de la espontaneidad, la que es capaz de descubrir el bien y abrazarse a él feliz y confiado.
Nicodemo no pudo llegar hasta esa clase de fe, la que Jesús encuentra en los sencillos y limpios de corazón.
Y es que la fe es como “la noche oscura del alma de nuestro san Juan de la Cruz”, la noche en la que se anulan las tres potencias del alma humana en una oscuridad absoluta, porque la memoria, el entendimiento y la voluntad no se necesitan para creer. Porque la fe es un don gratuito y misterioso de Dios, un don irracional.
Y Jesús, siempre espera esa fe, la premia, y la agradece.