En aquel tiempo llegaron la madre y los hermanos de Jesús y desde fuera lo mandaron llamar. La gente que tenía sentada alrededor le dijo: “Mira, tu madre y tus hermanos están fuera y te buscan.”
Él les pregunta:” ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?”
Y mirando a los que estaban sentados alrededor, dice:” Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”. (Marcos 3, 31-35)
Marcos da comienzo a su Evangelio con Jesús en el Jordán para ser ungido por el Espíritu Santo en lo que conocemos como el Bautismo de Jesús. Seguramente llegó hasta allí desde Nazaret en compañía de María, su madre, su primera y mejor discípula, y también, su única y mejor familia después de la muerte de José, su padre legal.
Los comienzos de la vida pública de Jesús resultan trepidantes. Se retira al desierto “empujado por el Espíritu” para orar, ayunar, y ser tentado por Satanás, y al regreso, “después de que Juan fuera entregado”, proclama el Evangelio de Dios: “Se ha cumplido el tiempo…”, dice, y elige a sus discípulos, predica en la sinagoga, expulsa demonios, cura a los enfermos que traían a su puerta, ora durante la noche, y la muchedumbre le sigue entusiasmada por toda Galilea sin dejarle un momento de reposo, hasta el punto, que ni siquiera “disponía de tiempo para comer” (Marcos 3, 20). Aún tiene ocasión de rebatir a los escribas que habían bajado de Jerusalén y que lo acusan de endemoniado, se sienta a la mesa con publicanos y pecadores, elige a Mateo, que estaba sentado en el mostrador de los impuestos, y es tanta su actividad que “al enterarse su familia, vinieron a llevárselo, porque se decía que estaba fuera de sí”.
¿Y cuál era su casa? ¿Dónde descansaba y reponía Jesús las fuerzas? Pocas veces se pronuncia tantas veces la palabra “casa” en los evangelios como en este relato de Marcos, cuya familia, por otra parte, fue también la aposentadora de la Iglesia naciente en la “Última Cena” y “Pentecostés”.
Ahora, la primera casa que encuentra es la de Pedro, a cuya suegra, enferma con fiebre, sana y levanta de la cama para que les sirva. Y Jesús, sobreabunda en la misericordia con todos: “Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a su puerta” (Marcos 1, 32-33). Y “la casa” se llena de amor y de compasión. Es Cristo rodeado de su familia, de los que le escuchan, de los que le aman.
Pero Jesús quiere predicar en otras aldeas, “para eso he salido”, dice (Marcos 1,38). Pero regresa a “la casa”, y “acudieron tantos que no quedaba sitio ni en la puerta” (Marcos 2,2). Y los que no pudieron entrar donde él estaba abrieron un boquete por el tejado para llevarle a sus enfermos. ¡Qué alegría ver tan llena la casa de Jesús! ¡Y nunca se agota su misericordia!
También acude a “la casa” de Leví, el de Alfeo, y se sienta a la mesa con publicanos, porque no necesitan médico los sanos, y él quiere llamar a los pecadores, cura en sábado en la sinagoga, elige a los doce, y de nuevo “llega a casa…y se junta tanta gente que no lo dejaban comer” (Marcos 3, 30).
Y cuando llegan su madre y sus hermanos, y lo mandan llamar desde fuera de la casa, Jesús, mira a los que están sentados a su alrededor y dice: “Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”. ¡Qué fácil de entender! ¡Para eso ha venido! Tú, y yo, y todos los que le aman y le buscan, son sus hermanos, somos su verdadera familia. Los lazos de sangre que nos faltan, los pondrá luego él subido a una Cruz.