María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.»
María dijo:» Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
El hace proezas con su brazo; dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia – como lo había prometido a nuestros padres- en favor de Abraham y su descendencia por siempre.»
María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa. (Lc. 1, 39-46)
Este texto es la continuación inmediata del de la Anunciación: el ángel , entre otras buenas noticias, revela a María que su prima está encinta, y va por el sexto mes.
María ve al momento la voluntad de Dios para ella: llevar a casa de Isabel la Buena Noticia del Mesías próximo a nacer. Isabel es ya mayor, pongamos más de cuarenta años, y el parto será difícil. Ella quiere estar ahí, ayudarla y servirla en todo ese tiempo, y vivir con ella el misterio divino de ambos embarazos.
Viaja aprisa desde Nazaret a Ain Karem, en Judea: un viaje largo, más de cien kilómetros, y peligroso. Ella no mide el esfuerzo ni el riesgo: su alegría interior le da alas, le urge a compartirla con quien mejor puede entender, porque participa de las maravillas de Dios.
A Isabel, su propio hijo, profeta ya, le revela la presencia del Mesías. La expresión: «se llenó del Espíritu Santo» indica que ella se ve inundada de alegría, al sentir esa presencia y el acontecer amoroso del Eterno en ambas. «¡Dichosa tú, que has creído», añade en alusión a su marido, que no creyó, y quedó por un tiempo, mudo.
María, en cambio, expresa lo que rebosa su corazón: su exultación, recogida en el Magníficat, es una admirable síntesis de textos del Antiguo Testamento, que ella, sin duda, conocía bien.
La joven se identifica con los «anawim», el resto humilde y pobre de Israel, en quien Dios se complace. Es notorio como se vincula a su pueblo: es la verdadera descendencia de Abraham, en quien se bendecirán las naciones. Porque ella, como Abraham, ha creído en la promesa de Dios.
Vive la novedad del tiempo mesiánico, donde el Santo, en persona, viene a poner orden en lo que la humanidad ha establecido en el desorden y la injusticia: «Derriba del trono a los poderosos, y enaltece a los humildes.» Jesús dirá: «Los últimos serán primeros, y los primeros, últimos.» Es lo característico de la nueva economía de la gracia. María lo vive por anticipado desde su espíritu purísimo, sin mancha de pecado.
Dentro de su seno, el Justo está llegando ya a los hombres, para hacer justicia a pobres y pequeños, a humillados y ofendidos. Para curar a los enfermos y llamar a los pecadores. Así ella lo vive, y así lo canta.