Tuve que visitar a un familiar en un moderno hospital de provincias. En la planta geriátrica, cuatro ancianas compartían habitación, a pesar de que ninguna de las pacientes tenía capacidad para compartir nada.
Entre ellas había una realmente demenciada, con un gran deterioro de sus facultades mentales. Utilizaba el llamador como si de un teléfono se tratara y no dejaba de comunicar a voz en grito distintos nombres propios con el mismo mensaje: “Ven a verme, ven a verme”.
La única persona que venía a visitarla me contó su triste historia: viuda de más de noventa años, sin hijos, sus sobrinos no querían saber nada de ella. Sólo una cuñada. Daba verdadera pena contemplar a aquella mujer que sólo buscaba compañía, incapaz de identificar otros rostros que los del pasado, aunque para éstos ella les fuera indiferente.
De pronto apareció por allí el capellán del centro, un sacerdote con muchos años de experiencia. Yo andaba pasmado por aquel espectáculo de ruidosa soledad. De repente, al contemplar algo que le era familiar —un cura— perteneciente a su mundo anterior, aquél precisamente en el que ella sí era dueña de sus actos, recuperó la consciencia, le cambió el timbre de voz y le dijo al presbítero:
—Mi familia no sabe ni que estoy aquí.
Su interlocutor sabía lo que hacía y le entregó una imagen de la advocación mariana de la zona:
—Ella sí lo sabe.
—Sí, ella sí —respondió la viejecilla—.Cuando el sacerdote se hubo marchado recuperó nuevamente su tono ido y alienado.
la misericordia y la paz se encuentran
La senilidad o el temido Alzheimer guardan más relación con el corazón que con el cerebro. Allá donde el ser humano sabe que es querido, recupera la lucidez. Y siempre, a las puertas de la muerte, aparece esa extraña lucidez del alma, cuando se enfrenta ya a lo único importante.
Todavía conmocionado por la experiencia decidí hablar con aquel sacerdote. Me aclaró que es propio de la última etapa un revivir de la mente, porque el alma se ha despojado de todo tipo de prosapia y afronta la recta final con la sencillez de la trascendencia.
También me dijo que su trabajo —bata blanca sobre el “cleriman”— tiene hoy algo de clandestino en ese mismo momento, cuando se aproxima la muerte. Morimos hoy entre familiares que mienten, médicos que mienten, enfermeras que mienten… Pero el enfermo, senil o no, sabe que se aproxima el momento.
Y entonces sucede lo sorprendente: pide el auxilio de los sacramentos y son los familiares, muchos de ellos, los que se oponen y tratan de evitar la visita del “cuervo”, como algunos llaman a los sacerdotes. Y no sólo en los momentos de urgencia, pues el capellán me explica que lo suyo es la misericordia clandestina, es decir, evitar a los saboteadores que llevan su cristofobia más allá de sí mismos, obligando a sus moribundos a compartir sus propias fobias.
La extraña lucidez de la muerte convive con la misericordia clandestina en los hospitales, viva imagen del Occidente actual.