La caridad conyugal tiene su fuente específica y permanente en la Eucaristía, donde a su vez encuentra su expresión plena y su alimento supremo. Ahora bien, dado este mutuo reclamo entre Eucaristía y caridad conyugal, en el que ambas realidades se implican y se explican mutuamente, es preciso preguntarse: ¿hasta qué punto los esposos cristianos se han apropiado existencialmente de ello? ¿Es posible que estemos viviendo esta realidad como algo extrínseco?
Tendemos, quizá, a ver esa gracia específica del sacramento del matrimonio, que es la caridad conyugal, como algo que se nos añade desde fuera, como algo que viniese a suplir y paliar las limitaciones propias de todo amor humano, sin darnos cuenta de que, en realidad, esa caridad conyugal que mana de la Eucaristía es un dinamismo permanente del Espíritu que fluye y vivifica desde dentro la vida y el amor de los esposos.
La caridad conyugal que nace de la Eucaristía ayuda a romper el círculo cerrado de un amor esponsal finalizado en sí mismo, un amor que “da” pero que no “se da”. En lugar de hacer de esa “esponsalidad” cristiana que se vive en el matrimonio un ejercicio de caridad conyugal, corremos el riesgo de vivirla sin la caridad que fluye de la Eucaristía, como si ambas realidades pudieran ser autónomas. Esto, sin embargo, es dar forma específica y peso propio a ese drama agudo de la separación entre la fe y la vida, drama que puede llegar a convertirse en un estilo pacíficamente asumido de aparente cristianismo.
entrega mutua y donación sincera
La mutua relación entre Eucaristía y caridad conyugal nos remite en último término al amor esponsal de Cristo, en cuyo misterio ambas realidades tienen su origen y su fuente permanente. Ahora bien, tratándose de amor, esa caridad auténtica que fluye de Cristo hacia la Iglesia no puede llamarse de otra manera que “Espíritu Santo”. Y esa misma caridad es también la que fluye con re-circularidad entre la Eucaristía y los esposos cristianos, infundida por el Espíritu Santo como una participación en la caridad divina, por oposición a una bondad meramente natural o a una entrega esponsal meramente instintiva.
La caridad de Dios no existe en la Iglesia como una realidad amorfa, sin forma, indeterminada y genérica, sino que existe solo encarnada en la concreción personal de cada ser cristiano. La Iglesia es el lugar donde se vive y despliega la caridad divina, pero esa caridad no se realiza de igual manera y modo en todos los miembros y vocaciones, ya que se habla también de la “caridad pastoral” de los sacerdotes o de la “caridad virginal” que se vive en la vida consagrada. Es más, ni siquiera la caridad conyugal se vive y se encarna de igual modo en todos los cónyuges cristianos.
La caridad conyugal no es una gracia o un don distinto de la caridad sobrenatural, pero sí es una determinación y especificación de esa caridad cristiana que el sacramento del matrimonio obra y opera en los dinamismos del Espíritu infusos por el Bautismo y la Confirmación. La caridad, que es un don del Espíritu común a todos los bautizados y que es la perfección de toda vida cristiana, en los esposos se vive de manera específica y propia a través de la caridad conyugal.
la Esposa del Cordero
La caridad conyugal es una llamada y, al mismo tiempo, un don del Espíritu Santo para ser un signo en la carne –en el cuerpo sexuado masculino y femenino, en el propio amor de esposos–, de esa caridad esponsal que une a Cristo con su Iglesia. En los esposos cristianos atisbamos ya lo que será la unión del Esposo, el Cordero del Apocalipsis, con la Iglesia escatológica, esa Iglesia, ataviada como una Esposa, que será conducida definitivamente ante el Esposo, como Eva fue conducida ante Adán.
Nada de cuanto ellos hacen, en público o en privado, escapa o es ajeno a esta caridad conyugal, prolongación de la caridad entre Cristo y la Iglesia. Por tanto, el ministerio de la “conyugalidad” cristiana, esa que está llamada a ser signo y sacramento del misterio nupcial de Cristo, debe ser “oficio de amor”, como pedía san Agustín que fuese el ministerio sacerdotal de los presbíteros. Y esa unidad en el amor es, por tanto, la unidad que fluye y nace de los dinamismos del Espíritu, actuando en los esposos a través de la gracia recibida en los sacramentos y, en especial, en el sacramento del matrimonio y de la Eucaristía.
La Iglesia es la Esposa que prolonga y comunica en el hoy de nuestra historia y de nuestro mundo la caridad esponsal de Cristo. La eficacia de aquel acto supremo de la caridad del Esposo, entregándose en la Cruz, se extiende por todos los tiempos de la Historia, por todos los recovecos de la creación, a través de la Eucaristía, sabiamente llamada “sacramento de caridad” o la caridad hecha sacramento. En este misterio central se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, que es Cristo mismo, y toda la plenitud del don del Espíritu, que es la caridad esponsal que une la Iglesia a Cristo.
Cada Eucaristía tonifica, anima, vivifica, madura, el dinamismo esponsal del Espíritu operante en nosotros, como aquel soplo de vida animó y vivificó la carne inerte de aquel barro de Adán y Eva, creado en el Principio.
morir para dar vida
Los esposos cristianos, al ser ellos mismos ministros del sacramento, se constituyen también como signo visible y eficaz de la caridad esponsal que une en “una sola carne” a Cristo y a la Iglesia. Sin embargo, no se trata de una significación meramente externa o añadida. Los esposos están llamados a hacer trascender su carne hacia Dios, a no encerrar su “esponsalidad” en el amor a sí mismos, a significar en el sacramento de su cuerpo y prolongar en la “sacramentalidad” de su amor humano, esa misma caridad esponsal con que el Espíritu Santo une en “una sola carne” a Cristo con su Iglesia.
La profunda unión que hay entre la muerte de Cristo, celebrada en la Eucaristía, y su caridad esponsal hacia la Iglesia, nos da idea de cuánto tiene el amor y la sexualidad humana de muerte de uno mismo por el otro. Por eso, la Eucaristía ha de ser principio y fuerza del don mutuo de los esposos a través de la sexualidad, de esa “muerte por el otro”, que requiere y exige la “esponsalidad” del matrimonio. A través de la Eucaristía, el Espíritu Santo se va haciendo columna vertebral, eje de oro de la “esponsalidad” cristiana, para que en ella se prolongue, en el sacramento del cuerpo entregado de los esposos, el misterio de la entrega mutua entre Cristo y la Iglesia en la Cruz y en la Eucaristía.
Por tanto, los esposos viven la verdad plena de su “esponsalidad” cuando, en el ejercicio permanente de su “conyugalidad”, el Espíritu Santo los une y asocia por la participación eucarística al acto supremo de la Cruz, mediante el cual Cristo mismo se entrega a su Esposa la Iglesia. Y la comunión cada vez más profunda con el misterio nupcial de Cristo hacia la Iglesia, que se actualiza en el memorial de la Eucaristía, ha de ser principio y fuerza del matrimonio cristiano. Y esa comunión la opera la caridad de Cristo, derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (cf. Rm 5,5).