Cuestiones generales
Las consideraciones éticas referidas al paciente anciano no tienen por qué ser muy distintas de las que se plantean ante un paciente de cualquier otra edad. No obstante, sí existen algunos aspectos más específicos en los que merece la pena insistir. Se trata de valorar una serie de problemas que, como en otros aspectos de la bioética no referidos de forma específica al anciano, tienen su principal razón de ser en dos circunstancias que han alcanzado gran desarrollo durante este tiempo. En primer lugar, en el progreso tecnológico de la medicina, que ha incrementado de forma espectacular su oferta efectiva en términos diagnósticos y terapéuticos, incluyendo apartados como la recuperación, rehabilitación y la posibilidad de mantener las funciones vitales del organismo durante periodos de tiempo prolongados. En segundo término, en las transformaciones ocurridas en la sociedad. Entre ellas las más importantes han sido:
1. Cambios demográficos, con el consecuente aumento de la población de más edad, tanto en términos relativos como absolutos.
2. Modificación de su forma de ser y de estar en la sociedad. El anciano actual es más culto y exigente que el de hace unas décadas y con mayor conciencia de sus derechos y deberes. Ello es reconocido por la sociedad y por los poderes públicos que la representan. Esta mayor exigencia de protagonismo del anciano no siempre es aceptada de buen grado por la sociedad y se mantienen, como veremos, niveles altos de discriminación por edad.
3. Connotaciones socioeconómicas importantes. Los recursos no son infinitos y el anciano precisa –y consume– muchos recursos. También en materia de salud. El gestor sanitario y los poderes públicos en general suelen plantearse estos temas en términos de «prioridades» y casi nunca suele considerar «prioridad» los problemas de las personas mayores.
4. Cambio en la relación médico-paciente que, partiendo de una concepción vertical y paternalista como modelo único existente desde la medicina griega hasta bien entrado el siglo XX, ha iniciado su transformación hacia un patrón mucho más horizontal. Este modelo añade a los tradicionales principios de «beneficencia» (procurar el bien del enfermo) y de «no maleficencia» (no dañar al paciente), contemplados en el código hipocrático, dos nuevos principios claves en la bioética actual: el de «autonomía» (respeto a los criterios y a la voluntad de la persona) y el de «justicia» (dar a cada uno lo suyo con igual consideración y respeto). En el caso de la geriatría, el cambio de modelo con la incorporación de los principios de autonomía y justicia se está operando de forma mucho más lenta y dificultosa que en otras áreas de la medicina.
Por todo lo anterior se admite que en la práctica diaria surgen, con frecuencia, problemas específicos, en este terreno, referidos a la población anciana.
En 1969, Robert Butler acuñó en EE.UU. el término “ageism”, definido como «discriminación en contra del anciano sobre la base de su propia edad». En este sentido, o en el más amplio de falta de tolerancia en muchos casos y de abuso franco en otros, el vocablo se ha incorporado a otros diferentes «ismos» más clásicos, como pueden ser el racismo o el sexismo. Actitudes «ageístas» –viejistas, podríamos decir en español– son comunes fuera y también dentro de la profesión médica. La palabra «viejo» se utiliza, a menudo, como insulto o, al menos, de forma despectiva. Personas mayores es la expresión que prefieren a la hora de autocalificarse. En nuestra propia profesión es habitual oír quejas acerca de lo desagradable que resulta atender a pacientes mayores. En el marco de este viejismo se contemplan buena parte de los problemas éticos que comentamos a continuación.
Aplicabilidad de la «alta tecnología» a la población anciana
Cada vez con mayor frecuencia se tiende a utilizar el criterio de «rentabilidad» al establecer decisiones médicas. Esta rentabilidad puede serlo en términos muy variados: económicos, posibilidad de recuperación, expectativa de vida del paciente, presión social, etc. Sobre esta base, el anciano, sobre todo en el sector público, se ve con frecuencia discriminado negativamente cuando presenta su opción a un programa de coste tecnológico elevado o necesariamente limitado en cuanto al número de personas que pueden beneficiarse de él. Esto ha ocurrido y, en algunos casos, sigue ocurriendo en situaciones como los programas de hemodiálisis, el acceso a unidades de cuidados especiales o el orden de prioridad ante determinadas exploraciones diagnósticas (técnicas de imagen o de laboratorio complejas y caras, etc) o terapéuticas (anticoagulación oral, revascularización coronaria, alta cirugía, programas de trasplantes, etc.). En EE.UU. se ha llegado a sugerir que este tipo de medidas aplicadas a la población mayor sólo se utilicen cuando el anciano sea capaz de sufragarlas por sí mismo. En España, una encuesta de ámbito nacional en los años noventa puso de manifiesto que la edad en sí misma era criterio absoluto de exclusión para entrar en una unidad coronaria, al menos, para el 25% de los médicos que trabajaban en ellas.
En otras ocasiones, han sido criterios supuestamente médicos los que han determinado esta selección negativa, criterios que, en muchos casos, al generalizarse la técnica, han demostrado ser falsos y para los que hoy no se considera la edad una contraindicación. Sin embargo, en la práctica, el anciano sigue encontrando barreras cuando se establece el orden de prioridades para acceder a muchos procedimientos.
Situaciones clínicas que pueden servir de ejemplo han sido, entre otras, la angioplastia coronaria, la propia diálisis renal, determinadas cirugías, etc. En todos estos casos se partía a priori de que la edad era una limitación, en ocasiones excluyente, para acceder a ellos. Hoy, muchos de estos procedimientos son norma entre la población anciana.
La edad nunca debe ser un criterio determinante para negar a un paciente el acceso a un recurso tecnológico, fundamentalmente por razones éticas, basadas en el principio de justicia enunciado antes. Aunque sólo fuera porque el anciano ha contribuido tanto o más que cualquier otro individuo más joven a crear la riqueza tecnológica que puede ofrecer la medicina de hoy, no habría razón moral alguna para negarle la posibilidad de acceder a ella.
En todo caso parece obvio que el paciente de edad avanzada va a tener en muchas más ocasiones razones «médicas» reales que desaconsejen su incorporación a algún programa de este tipo. Si esto ocurre, la negativa se establecerá sobre esta base, pero nunca recurriendo a la edad.
Al lado de este derecho debe admitirse la posibilidad de renunciar a él por parte del paciente de edad avanzada en algunos casos concretos y, de forma especial, cuando esta tecnología puede convertirse en instrumento agresor para la calidad de vida del individuo, sin ofrecerle a cambio la esperanza de un futuro mejor. Cuando se plantea a una persona mayor la posibilidad de expresarse sobre este tipo de medidas, en muchos casos, sus objetivos y actitudes difieren bastante de las imaginadas por sus médicos. El anciano, en general, acepta riesgos más altos de mortalidad quirúrgica o posquirúrgica que los que le plantea el cirujano, pero, en cambio, es menos proclive a someterse a maniobras como la reanimación o la dependencia tecnológica que ofrecen muchas unidades especiales. Muchos ancianos prefieren que se les permita morir ante el temor de ser sometidos a procedimientos excesivamente agresivos. Este punto, la voluntad del protagonista, su salvaguardia ante tratamientos inadecuados, es algo que necesariamente debe ser también tomado en consideración.
Decisiones en torno al problema de «la residencia»
Un objetivo prioritario en geriatría es el de mantener al anciano en su propia casa, arropado al máximo por su entorno familiar más inmediato. No siempre es posible. ¿Dónde ubicar al anciano incapacitado física o psíquicamente y/o al que su familia no puede o no quiere mantener en casa? El problema es más político que médico. Una buena infraestructura de residencias, de programas médicos y sociales de atención a domicilio, de hospitales de día y, en general, una amplia oferta de servicios sociales contribuiría a minimizarlo. En España viven solas entre el 20 y el 30% de las personas de más de 65 años. Vivir solo plantea numerosos problemas de todo tipo y aumenta la morbimortalidad.
En España viven en residencias en 2010 entre el 4 y el 5% de los mayores de 65 años. Mientras exista una limitación importante en esta oferta la prioridad para acceder a los medios de que se dispone depende en muchos casos de una decisión médica. El papel del médico se plantea aquí en términos de educación sanitaria al paciente y a la familia, orientación sobre las posibilidades existentes y también de presión social y política para mejorar en cantidad y calidad esta oferta.
Entre las obligaciones del médico en este terreno está la de velar por una buena asistencia sanitaria en las residencias de ancianos, sean éstas públicas o privado, y denunciar todo tipo de insuficiencias o de abusos en este sentido. La indefensión en que viven muchos ancianos, el espíritu de lucro que caracteriza a algunas de estas residencias y el propio «ageísmo» social, convierten al anciano asilado en presa fácil de todo tipo de gentes sin escrúpulos y en víctima propiciatoria de las «mafias de la miseria».
Derecho al «consentimiento informado»
Se deriva del principio de autonomía y constituye el primero de los derechos del paciente de cualquier edad en materia de salud. Supone la principal garantía para mantener la propia autonomía, la capacidad de decisión. El médico debe informar de todas las posibles opciones diagnósticas y terapéuticas, con sus ventajas e inconvenientes, incluida la de no hacer nada. Junto a ello podrá recomendar una u otra opción, pero será el paciente quien, adecuadamente informado, preste o no su conformidad al plan propuesto. Esto implica la necesidad de un diálogo y el reconocimiento por parte del médico de que el paciente ha comprendido el tema y tiene capacidad para decidir a favor o en contra de su propuesta (rechazo informado).
Elementos esenciales de este derecho son: la comunicación correcta de la información, su comprensión y la voluntariedad del consentimiento o rechazo por parte del enfermo. En el caso del anciano, este derecho suele pasarse por alto en mayor medida que a otras edades, tanto por parte del médico, como, con frecuencia, por parte de la familia, que tiende a erigirse en intérprete de su voluntad y conveniencia.
Un problema que surge con frecuencia es el de la capacidad real para tomar decisiones por parte del anciano. Situaciones de demencia, de dificultad de comunicación o enfermedades diversas, fundamentalmente neurológicas o psiquiátricas, hacen que pueda resultar difícil valorar este punto en los casos límite. El hecho de que el paciente sea poco cooperador o adopte, a juicio del médico, una mala decisión, no constituye prueba alguna de incapacidad. Excepto en los pacientes en coma o muy demenciados, la incapacidad casi nunca suele ser absoluta y es importante respetar el margen de capacidad que pueda quedarle al anciano.
Cuando, pese a todo lo anterior, exista incapacidad manifiesta, el consentimiento debe proceder de la familia (proxy consent). Es importante valorar que las decisiones no vayan en perjuicio del propio anciano, ya que sus intereses no siempre son coincidentes con los de su familia. Tampoco aparece siempre claro quién es el representante auténtico del paciente y puede haber discrepancias entre los distintos miembros de la familia. Una ayuda puede ser, en ocasiones, la existencia de documentos notariales o de testimonios escritos por parte del propio interesado.
Otros derechos del anciano en relación con la profesión médica
Son derechos que se derivan de decisiones médicas con incidencia directa en las condiciones de vida cotidiana del anciano y que influyen de modo muy importante en su calidad de vida. A modo de ejemplo se puede tomar el derecho a conducir. Poder conducir un automóvil representa en nuestra sociedad una de las formas de independencia más evidentes. El proceso de envejecer, con sus limitaciones de todo tipo, especialmente las referidas a los órganos de los sentidos, implica una posibilidad más elevada de sufrir accidentes de tráfico. En la superación de este dilema, que puede servir de ejemplo para otras situaciones comunes en la vida diaria, tienen un papel muy destacado tanto el legislador como el médico. El primero debe actualizar las normas de renovación de permisos de conducir y exigir unas revisiones serias y a plazos tanto más cortos cuanto mayor sea la edad del individuo. Al médico mantener un equilibrio entre lo que puede constituir un riesgo y lo que supone un reconocimiento de calidad de vida y de independencia para quien dispone ya de un margen estrecho de una y otra. En este como en cualquier otro campo, la edad en cuanto tal no debe ser un criterio de decisión definitvo
Abuso y maltrato del anciano
El reconocimiento efectivo de que el anciano, al igual que otros colectivos más frágiles –niños, mujeres–, puede ser, y de hecho es, víctima de abusos, de malos tratos y de negligencias por parte de sus cuidadores o de las personas que conviven con él, data de fechas muy recientes. Son el límite superior del espectro conocido como el síndrome de la violencia familiar.
La American Medical Association ha definido el abuso en 1987 como todo «aquel acto u omisión que lleva como resultado un daño o amenaza de daño para la salud o el bienestar de una persona anciana». Se trata de una definición muy amplia que incluye las tres categorías esenciales que perfilan el tipo de abuso: maltrato físico, abuso psicológico y abuso económico. Con frecuencia estas distintas formas de abuso se superponen en una misma víctima.
Aunque los datos conocidos pueden no ser totalmente fiables, en los EEUU se estima que por encima de los 65 años, al menos el 2-3% de la población es víctima de alguna forma de abuso, proporción que aumenta según lo hace la edad del grupo analizado. En ocasiones el anciano no se queja o, en todo caso, no llega a denunciar el hecho.
Se trata de una cuestión que incide directamente en la práctica médica. Muy pocas veces por el papel que, eventualmente, el médico pueda desempeñar como protagonista directo de alguna forma de abuso. Con más frecuencia por su función de testigo y, en ocasiones, de denunciante cuando compruebe que estos hechos se han producido. En su papel de velador y de apoyo al anciano debe estar especialmente sensibilizado, tener un alto índice de sospecha y, ante la menor duda, indagar de la forma que estime más oportuna en cada caso.
En este campo existen, también, factores de riesgo que el médico debe conocer tanto en lo que se refiere a las características del agresor, como al perfil de la víctima o referidos al medio en el que ocurre el maltrato. Debe estar sensibilizado con el tema, identificar y valorar al anciano maltratado, buscar para él una atención multidisciplinar con suficiente apoyo social y psicológico. Para todo ello es útil un buen conocimiento del medio y de la forma en que transcurre la vida del anciano. Los servicios de urgencia, tanto hospitalarios como domiciliarios, son lugares especialmente adecuados para detectar este problema.
Cabe señalar, por último, que en ocasiones puede plantearse un importante problema ético, especialmente en el caso de los médicos de familia, cuando, como puede ocurrir, el agresor responsable de los abusos se encuentra dentro del círculo íntimo de la misma familia y es también, por ello, paciente del propio médico.
Atención al paciente terminal
En torno al paciente terminal se centra buena parte de los problemas éticos más importantes con los que debe enfrentarse el médico. Constituye una paradoja que una de las carencias de las facultades de medicina sea la referida al aprendizaje de todo lo concerniente con el proceso de morir, siendo así que la muerte representa un fallo, un fracaso, una frustración para todos, pero que se revela especialmente desagradable y acusadora para los médicos.
El anciano es con más frecuencia que ningún otro el protagonista de esta historia: 4 de cada 5 muertes hospitalarias ocurren en mayores de 65 años. En el anciano, el problema se plantea con tintes más dramáticos. El anciano nos recuerda demasiado la circunstancia de la muerte. Nuestra sociedad ve en él a un heraldo próximo que les anuncia un camino inevitable y les recuerda su condición de mortales. Se mueren los viejos y está bien que así sea. Es ley de vida, se dice. Cabe añadir todavía que el anciano tiene una experiencia mayor de la muerte. La ha vivido en más ocasiones a través de sus conocidos y de su propia familia. Se sabe más familiarizado con ella. La sabe próxima y todas estas vivencias le otorgan mayor sensibilidad ante ella.
Dos son los mensajes de partida: el médico no puede rehuir este tema, que encontrará desde el primer día, ni puede esquivar su propia responsabilidad, ya que tendrá que asumir, quiéralo o no, un papel que se extiende más allá del mero ejercicio de curar –o intentar curar–, para el que ha sido preparado, y se aproxima al de un director de escena que debe –o al menos eso se espera de él en muchas ocasiones– ejercer cierto control sobre todas las circunstancias que acompañan a la muerte de su enfermo. Por consiguiente, debe prepararse para ello desde su período de formación, reflexionar, asumir algunas ideas –sus ideas– que le permitan evitar inhibiciones, no tener que improvisar y afrontar de una manera coherente esta situación.
Ante el hecho de la muerte sólo tenemos dos certezas: la seguridad de que nos va a alcanzar y la ignorancia del momento. Nuestra época ha introducido cambios importantes en la manera de vivir la muerte. Se muere de otra forma y en otros sitios. Los hospitales e instituciones tienden a reemplazar a la propia cama. La tecnificación y los aparatos sustituyen a la familia. En muchos casos los avances de la medicina permiten una razonable estimación aproximativa sobre cuándo se va a producir. Todo ello ha determinado que la búsqueda de una «muerte digna» se haya convertido en uno de los temas –y de las obsesiones– más discutidos de nuestro tiempo.
Al anciano que se siente morir, mucho más al que sabe que se va a morir, se le plantean diferentes conflictos que su médico debe conocer y ser capaz de valorar. Conflictos que, básicamente, pueden agruparse en dos grandes apartados: pérdidas y temores. Entre las pérdidas, una de las más importantes es la de la propia independencia. Junto a ello pérdidas de imagen y de apariencia, pérdidas en muchos casos del control de los acontecimientos, de la capacidad para tomar decisiones e incluso para seguir el proceso de la propia enfermedad.
Entre los miedos cabe destacar, en primer lugar, el temor a la propia muerte. Elisabeth Kübler-Ros sistematizó las cinco fases por las que suele pasar quien sabe que le llega el momento: negación, indignación y rabia, regateo, depresión y aceptación. A menudo, estos miedos se traducen en pérdidas de esperanza, en sentimientos de frustración cuando se analiza la vida pasada o en exageración del sentido de la responsabilidad al pensar en los problemas que se dejan pendientes. El miedo se expresa también en aspectos como el dolor que puede llegar, los efectos del tratamiento, la situación económica o al rechazo y abandono por parte de la familia y los amigos.
Resulta imposible dar normas específicas sobre cuál debe ser la actuación del médico cuando se encuentra con un anciano moribundo. En todo caso tiene interés recordar algunos de los problemas concretos con los que deberá enfrentarse el médico al llegar a este punto.
Comunicación de la noticia
¿Se debe o no informar al paciente de su situación? Los hábitos varían mucho según países y culturas. En el mundo de habla inglesa la tendencia es a decir la verdad. En ello pueden influir diversos factores, desde una tradición que tanto en lo religioso como en lo social favorece esta tendencia, hasta, probablemente, sobre todo en EE.UU., razones mucho más pragmáticas, como el miedo a procesos por mala práctica médica. En el mundo latino se tiende mucho más a ocultar la verdad. Yo llevé a cabo una encuesta relativamente amplia sobre este tema, hace años, en la que se pedía la opinión del encuestado tanto referida a sí mismo como a sus padres y a su cónyuge, así como las razones de sus respuestas. Merece ser destacada la inconsecuencia que representa el hecho de que mientras la mayoría de las respuestas eran favorables a una información extensa referida a la propia persona, se consideraba que los márgenes de conocimiento debían ser mucho más restringidos para los demás, especialmente en el caso de los padres (los ancianos). Las razones que eran válidas para uno mismo, derecho a la verdad, capacidad para asimilar la noticia, necesidad de resolver asuntos materiales o espirituales, etc., no lo eran para unos padres de los que se pensaba que no iban a ser capaces de asumir esa información, iban a sufrir mucho o a los que, en todo caso, se consideraba necesario evitarles una previsible angustia.
Sobre este tema no existen recetas generales. Ningún médico puede decir a otro cómo actuar. Se trata de algo muy personal, que varía en función de las circunstancias, en particular de cuatro: características de la enfermedad, personalidad y eventuales declaraciones previas del enfermo, actitud del entorno sociofamiliar, especialmente importante en el caso del anciano, y, por último, forma de ser y de pensar del propio médico. En todo caso, al médico debe exigírsele una reflexión previa cuidadosa, pormenorizada y muy individualizada antes de tomar una decisión.
La experiencia demuestra que en la mayoría de las situaciones es factible mantener al paciente en la ignorancia durante todo el proceso. No debe ser éste el objetivo fundamental. En el fondo, de lo que se trata es de buscar la conducta que pueda ser contemplada éticamente sin rubor y que, al mismo tiempo, mantenga el respeto por las creencias y necesidades más íntimamente humanas de la persona que va a morir. El médico debe tener la mente abierta y resolver el problema de acuerdo con soluciones individuales y específicas para cada caso. Debe ser prudente y tomarse todos los plazos que necesite hasta que adquiera una conciencia clara del grado de información que ese paciente concreto es capaz de asumir. Con frecuencia, el enfermo no sabe realmente hasta dónde desea llegar en el camino hacia la verdad, ni tampoco en qué medida será capaz de asumirla. Por eso es importante esperar a que se formulen las preguntas, observar la convicción con que son planteadas e intentar profundizar en la capacidad del paciente para asumir las respuestas. Hay que tomar conciencia de que en el mismo momento en el que el médico se manifiesta, inicia una marcha, de duración y accidentes nunca bien conocidos, pero que habrá de recorrer hasta el final de la mano del enfermo. Deberá hacer equipo con él, con su familia y con su enfermedad. Serán tareas del médico a lo largo de este camino las de aliviar los dolores físicos y los males morales, estimular en la lucha por superar lo que se aproxima, relajar tensiones y ansiedades, prever y adelantarse a las vicisitudes y complicaciones que vayan surgiendo.
Problema del dolor
Los enfermos preguntan, con frecuencia, acerca del dolor físico. Sin embargo, el médico debe saber que el temor al dolor físico es a menudo más insoportable que el propio dolor en sentido estricto. Es necesario explicar al enfermo que en el momento actual todos los dolores son controlables y que, si llega el caso, se aplicarán los medios precisos para ello. Mucho más importantes, sobre todo en el caso del anciano, son los sufrimientos morales: el temor a la soledad, al abandono y a las miserias de todo tipo que el enfermo anciano lúcido percibe y no raramente espera en estas situaciones, el miedo a la muerte y a la separación. También aquí la actitud del médico tiene gran importancia. Los temores serán tanto menores cuanto mejor sea la relación interpersonal, la confianza del paciente en la persona de su médico y en las capacidades de éste para superar los males y temores que adivina.
Dónde morir
Se trata de un problema reciente. Hasta hace poco no se moría en los hospitales. El gran desarrollo de la medicina hospitalaria y la tecnificación de la profesión son los que han determinado este problema. Ya se han mencionado las cuestiones que plantean en el terreno ético los avances tecnológicos y el derecho que asiste al anciano a poder renunciar a algunas de sus «ventajas». La muerte en el propio domicilio, con preferencia a la que se produce en la institución, sea ésta hospitalaria o no, se asocia habitualmente a un menor riesgo de agresión médica para el anciano moribundo y también a una mayor posibilidad de despedirse de este mundo en el mismo entorno en el que se ha vivido.
Atención religiosa
La posibilidad de que el anciano reciba o no una atención religiosa en consonancia con sus propias creencias y deseos, depende también, muchas veces, de una decisión médica. El descuido, la inadvertencia, el miedo a la reacción del enfermo o de su familia o, simplemente, la proyección sobre el paciente de las propias ideas pueden condicionar un vacío importante en este terreno. Es difícil valorar en qué medida la religión ayuda a superar buena parte de los problemas que acompañan el trance del morir. Existe evidencia acumulada a lo largo de la historia para pensar que una proporción muy alta de personas, y más probablemente en el caso del anciano desea recibir atención religiosa. Facilitar esta asistencia, no olvidándola, ni sintiéndose incómodo ante ella, debe estar siempre presente en la mente del médico.
Orden de no reanimar
Los intentos de reanimación ante una parada cardiaca son una norma común en buena parte de nuestros hospitales. Dada la urgencia de la situación, en numerosos casos estos intentos se llevan a cabo sin tiempo para una reflexión individual sobre las posibilidades específicas de recuperación del paciente y sin una información precisa acerca de su voluntad en este sentido. En el caso del anciano hospitalizado, el pronóstico de las enfermedades que conducen a este punto suele ser sombrío, y las pocas encuestas que se conocen tampoco apuntan en el sentido de que deseen ser reanimados. Sin embargo, también es cierto que no suele disponerse de una comunicación explícita del anciano sobre este punto. Por ello, y teniendo en cuenta la agresividad de esta alternativa terapéutica, sería una buena norma que tanto el médico que atiende de forma habitual al anciano como al que se le presenta el problema en forma de emergencia médica, extremaran la prudencia y rechazaran las actitudes alegremente agresivas.
Alimentación e hidratación artificial
La decisión de proporcionar alimentos o de hidratar a un paciente anciano, a veces inconsciente, como forma de mantener su vida constituye otro de los problemas que se le pueden plantear al médico. Evidentemente, se recurrirá a ello siempre que exista una esperanza razonable de recuperación o mientras se obtiene información clínica suficiente acerca de este punto. En caso contrario –situaciones terminales no reversibles– la decisión puede depender de factores como el nivel de conciencia del paciente y la posibilidad de expresar su voluntad, el grado de sufrimientos asociados, las posibilidades de mantenimiento de la vía de alimentación, etc. Por otra parte, en este contexto también existen grados; así, no es lo mismo mantener una simple vía venosa que un programa detallado de alimentación enteral o parenteral. En general cabría admitir que, siempre que ello sea posible, deben intentar mantenerse unas medidas mínimas de soporte.
Otros puntos conflictivos
Otros problemas, tal vez de segundo orden en relación con los que se han comentado, pero que también se le plantean al médico en esta situación y que, por consiguiente, debe conocer, son todos los concernientes a la normativa legal existente en cada caso: informes, certificaciones, normas de la propia institución, posibilidades del traslado del cadáver, solicitud de autopsia, etc. Buena parte de estos puntos pueden ser englobados dentro de un contexto más amplio como es el de relación con la familia. En el buen o mal planteamiento y resolución de estas cuestiones tendrá un papel muy importante el grado de sintonía que el médico haya adquirido con el entorno sociofamiliar del enfermo, así como la delicadeza formal y el respeto por la situación que se está viviendo. En el momento de producirse el fallecimiento el médico debe tener prevista la posibilidad de atender las crisis nerviosas que puedan presentar algunos de los familiares.
Solicitar y conseguir permiso para un estudio necrópsico es una de las tareas que inicialmente suelen resultar más incómodas y difíciles para el médico inexperto. Sin embargo, es algo que, en el ámbito de la medicina hospitalaria, siempre debería hacerse. También aquí las normas sobre cómo hacerlo son bastante superfluas, ya que tanto las situaciones como las personalidades son muy diferentes, por lo que cada circunstancia específica determinará cómo debe plantearse la petición. Es un error y, con toda probabilidad, una falta de responsabilidad profesional considerar que el hecho de tratarse de un fallecido de edad avanzada resta valor a las aportaciones que, eventualmente, puedan obtenerse.
Así pues, son muchos los conflictos que pueden aquejar al anciano que va a morir y también numerosos los problemas que se le pueden plantear al médico responsable. Ya he señalado que no existen recetas válidas universales. Pese a ello, sugiero dos recomendaciones fundamentales, que pueden tener algún valor. La primera es que cuando uno se encuentra en este caso debe, ante todo y sobre todo, mantener la cabeza fría y no dejarse llevar por la intensa emotividad de que suele estar impregnado el ambiente. La racionalidad debe prevalecer sobre los sentimientos. Sólo así el médico podrá actuar con libertad y tomar en cada momento la decisión más correcta.
La segunda recomendación, quizá más importante, es de índole general, no puede improvisarse y constituye una actitud que se debe ir aprendiendo a lo largo de toda la vida. Se trata de la necesidad de haber asumido la propia muerte como condición indispensable para enfrentarse a la muerte de los demás. Sólo de esta manera el médico podrá ponerse en el lugar del otro, forma de comportamiento recomendada en todo momento de la relación médico-paciente y, mucho más, en estas circunstancias, donde hacerlo así adquiere su máximo sentido.
Eutanasia y suicidio asistido
La Real Academia de la Lengua Española define el término eutanasia como «muerte sin sufrimiento físico y, en sentido restricto, la que así se provoca voluntariamente». Existen varias clasificaciones o divisiones de la eutanasia, ante todo la que la divide en activa y pasiva. La primera, también denominada positiva o directa, implica una actuación expresamente dirigida a facilitar o determinar la muerte del enfermo. La segunda representa más una omisión que una acción, e incluye, tanto la renuncia al uso de las medidas llamadas extraordinarias para el mantenimiento de la vida, como la utilización de fármacos destinados a mejorar algún síntoma y que pueden secundariamente acelerar la muerte. Esta última forma ha recibido el nombre de eutanasia activa indirecta. Otra diferenciación complementaria e importante es la que distingue entre eutanasia voluntaria o involuntaria, teniendo en cuenta la voluntad del paciente en los casos, cada vez más comunes, en los que éste la ha expresado. En los últimos años es frecuente escuchar la expresión “sedación terminal”, algo que deja las fronteras relativamente laxas y que se podría considerar como una situación próxima a la denominada eutanasia activa indirecta.
La cuestión de la eutanasia ha sido siempre objeto de reflexiones y polémicas entre profesionales del pensamiento procedentes de áreas tan distintas entre sí como la medicina, el derecho, la ética o la religión. Su discusión rebasa ampliamente el marco académico e intelectual para alcanzar de forma apasionada y extensa a otros muchos grupos sociales y aparecer cotidianamente en los medios de comunicación.
Importa en este tema tomar en consideración las connotaciones legales y también valorar las creencias religiosas expresadas por el protagonista. El Código Penal español de 1995 mantiene en su artículo 143 pena de prisión de 4 a 8 años para la inducción al suicidio, de 2 a 5 años al que cooperase con actos necesarios al suicidio y de 6 a 10 si la cooperación llega al punto de ejecutar la muerte. Introduce un epígrafe que reduce estas penas cuando exista «petición expresa, seria e inequívoca … en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar». La palabra eutanasia no aparece en esta versión del Código Penal.
Desde una perspectiva médica y, sobre todo, en lo que se refiere al paciente anciano, hay que recordar en primer lugar que, hoy por hoy, los médicos llevamos a cabo con mano amplia, habitualmente sin escrúpulos morales, y con aceptación mayoritaria por parte de la sociedad, medidas perfectamente encuadrables dentro de lo que he denominado eutanasia pasiva, en particular en aquellos de más edad. Se trata de decisiones como omitir actos que podrían prolongar la vida del enfermo: transfusiones sanguíneas, administración de determinados fármacos o traslado a unidades especiales. Junto a ello aplicamos medidas, sobre todo en situaciones de dolor, encuadrables en lo que he denominado Sedación Terminal. Son decisiones que los moralistas justificarían en virtud del principio del doble efecto.
La segunda reflexión en este punto es doble, y el carácter añoso del paciente hace que presente tintes peculiares. Resulta paradójicamente favorable al anciano que su propia ancianidad y, según ella, su previsible mala recuperación lo protejan con frecuencia contra una de las mayores amenazas que se ciernen sobre el paciente moribundo: el encarnizamiento terapéutico. Las unidades de cuidados intensivos, máxima expresión de este riesgo y encuadrables dentro de la «alta y costosa tecnología», suelen ser reticentes a la hora de admitir pacientes de edad avanzada. En la misma línea, tanto los médicos como el resto del personal sanitario y la familia, acostumbran a ser indulgentes con el anciano y pensárselo dos veces antes de recomendar cualquier tipo de medida de las llamadas extraordinarias.
En sentido contrario, el anciano en mal estado y con toda suerte de limitaciones presentes y futuras, se constituye en el sujeto ideal para quien tenga la tentación de dar el salto a la eutanasia activa. Sus mecanismos de defensa son escasos y las posibilidades de evitar una agresión de este tipo quedan en un buen número de ocasiones en manos de terceros. Las decisiones –por acción o por omisión– del médico en estas situaciones están cargadas de una tremenda responsabilidad. Puede surgir un conflicto importante con la familia del anciano por las presiones que ésta puede ejercer, y que en buena parte de los casos ejerce en un sentido u otro, atribuyéndose el papel de intérprete de aquél. Hay que repetir que con mayor frecuencia de la que se piensa los intereses y deseos del moribundo y de su familia pueden no ser coincidentes.
El 20 de septiembre de 1984 un grupo numeroso de médicos franceses de gran prestigio hizo público un manifiesto en el que, entre otras cosas, afirmaban «haberse sentido impulsados en el curso de su carrera a ayudar a los enfermos en fase terminal a acabar su vida en las condiciones menos malas posibles, con la conciencia de haber cumplido su misión». También decían estar «dispuestos a abordar con los enfermos y, a petición suya, la cuestión de su muerte y a reflexionar con ellos acerca del medio de asegurarles un fin tan desprovisto de sufrimiento y angustia como sea posible».
En este sentido cabe comentar que en las dos últimas décadas han surgido alternativas orientadas a favorecer lo que se ha denominado asistencia médica al suicidio, con la cual se intenta, al menos en EE.UU., encontrar una vía que permita superar buena parte de los obstáculos éticos y algunos de los legales que plantea esta situación. El aumento de la edad se asocia a un incremento notable del riesgo de suicidio. En EE.UU. una cuarta parte de ellos tienen lugar en individuos mayores de 60 años. En España las cifras son parecidas. Además, la mayoría de los ancianos suicidas buscan ayuda en su médico, aunque pueden no expresarlo directamente.
La diferencia fundamental entre la asistencia médica al suicidio y la eutanasia voluntaria activa estriba en que en el suicidio asistido el acto final corresponde sólo al paciente y se reduce enormemente el riesgo de coacción por parte de médicos, familiares y otras fuerzas sociales. El papel del médico se limita al de consejero y testigo, así como al de facilitar los medios, pero es, en último término, el paciente quien decide actuar o no y quien, de hecho, actúa. Se trata de una propuesta-alternativa especialmente valorable en el caso del anciano.
Como criterios clínicos que justificarían la participación médica en un suicidio asistido, Quill, Cassel y Meier (1992) proponen los siguientes:
1. El enfermo debe padecer un proceso incurable y asociado a sufrimiento muy grave y no controlable. Todo ello debe conocerlo el paciente, así como las eventuales alternativas terapéuticas.
2. El médico debe estar convencido de que esa situación no se deriva de un tratamiento inadecuado.
3. La petición de morir como consecuencia del sufrimiento debe proceder de forma clara, repetida y libre del propio enfermo.
4. El médico debe estar seguro de que el paciente no tiene alterada su capacidad de juicio y es capaz de entender todo lo que implica su petición.
5. La asistencia médica al suicidio sólo podría darse en el contexto de una relación médico-paciente óptima y, en la medida de lo posible, con un conocimiento previo directo por parte del médico de la enfermedad.
6. Se precisarían la consulta y opinión de otro médico experto para asegurar que la propuesta del enfermo es voluntaria y racional, así como la seguridad del diagnóstico y del pronóstico.
Por último, cabe requerir una constancia escrita y firmada por cada una de las partes implicadas acerca de todos los aspectos mencionados.
La complejidad de este tipo de propuestas es obvia. Sin embargo, parece evidente que se impone un intento sosegado de búsqueda de soluciones para algunas situaciones terminales y que propuestas como la que se acaba de comentar son a priori acreedoras, al menos, de respeto y reflexión.
En una época en la que proliferan las sociedades proderecho a morir dignamente y en las que ya no resulta excepcional encontrarse con los denominados testamentos vitales, merece también la pena establecer algunas reflexiones sobre estos puntos. Frank Ingelfinger, que fue director del New England Journal of Medicine, comentaba poco antes de morir, en un editorial de la revista, que a la vista de lo que ocurre diariamente en nuestros hospitales, con frecuencia resulta un auténtico sarcasmo hablar de muerte digna y que, tal vez, a lo máximo que el médico puede aspirar es a no añadir más indignidad al hecho de morir.
En una línea parecida López Aranguren (1992) señalaba, en relación con la muerte del anciano, que el individuo nunca puede ser en sentido estricto protagonista de su propia muerte. Siempre será, por definición, el sujeto pasivo. Nosotros no nos morimos, somos muertos. La máxima aspiración en este terreno, señala, es una muerte estéticamente digna. Dignidad equivaldría a la valoración de la propia vida por los demás y ante los demás. En este sentido la muerte siempre es sólo un espectáculo en el cual nos morimos para los demás. ¿Qué pide entonces López Aranguren a la muerte? Cuatro cosas: que sea un espectáculo decoroso, que no desdiga de lo que fue nuestra vida, que lo sea en compañía y no en el aislamiento tecnológico y que lo sea en el propio entorno en el que hemos vivido.
Son consideraciones todas ellas que deben ser tenidas en cuenta por el médico, pero que no deben anular el protagonismo, o el preprotagonismo, del individuo que va a morir. El respeto a la persona exige que la existencia de un testamento vital escrito ante testigos o, en su caso, la de una voluntad expresamente dada a conocer, también deba ser tomada en consideración. Ello acentúa la confianza del enfermo y le permite, al menos en parte, seguir siendo sujeto de sus propias decisiones.
Cabe señalar, por último, que en el tema de la eutanasia y en el de la muerte en general, la situación no suele plantearse en términos tan nítidos como a veces lo hacen quienes hablan o escriben sobre el tema, sobre todo si no se trata de profesionales de la medicina y sí de expertos en otras áreas del pensamiento (filósofos, escritores, etc.) cuyas experiencias personales sobre la muerte son muchas veces aisladas o nulas. Morirse suele ser un proceso complicado, salpicado de incidentes, donde el punto final no puede predecirse de forma exacta ni es tan recortado como algunos creen, donde las miserias, los sufrimientos, las dependencias y, muchas veces, la falta más o menos completa de conciencia del que muere convierten en retórica buena parte de esas reflexiones.
Pese a ello, la retórica a veces también ayuda. Por eso podría cerrar este capítulo con unas bellas frases publicadas por Antonio Gala con motivo de la muerte de su madre. Son palabras que expresan lo que para su autor representa la expresión «morir con dignidad» y que constituyen un buen ejemplo de auténtico testamento vital: «Desde aquí solemnemente solicito que cuando la vida… me retire su ávida confianza, no se me sostenga, ni un solo instante después, ni el pulso ni el vagido. Deseo vivir con la hermosa dignidad con que vivió este ser que contemplo adentrarse desesperado por la muerte, sin que lo dejen preso nuestros perros de presa melosos y cobardes: el malentendido amor, la abnegación estúpida, la fraudulenta esperanza. Y deseo morir (nunca comprenderé ni toleraré el dolor inservible) con la hermosa dignidad con que tiene que morir un ser humano, que ha vivido su vida y va a vivir su muerte».
J. M. Ribera Casado