«En aquel tiempo, los discípulos de Juan y los fariseos estaban de ayuno. Vinieron unos y le preguntaron a Jesús: “Los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos ayunan. ¿Por qué los tuyos no?”. Jesús les contestó: “¿Es que pueden ayunar los amigos del novio, mientras el novio está con ellos? Mientras tienen al novio con ellos, no pueden ayunar. Llegará un día en que se lleven al novio; aquel día si que ayunarán. Nadie le echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la pieza tira del manto, lo nuevo de lo viejo, y deja un roto peor. Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque revienta los odres, y se pierden el vino y los odre. A vino nuevo, odres nuevos”». (Mc 2,18-22)
Como categoría generalizable, todos hemos observado por activa o por pasiva que el «cumplidor» de la Ley se vuelve exigente con los demás, específicamente en el «precepto» que él cree observar holgadamente. El dadivoso que ve a los demás tacaños, el casto que ve a los demás lujuriosos, el trabajador que ve a los demás holgazanes, el responsable que ve a los demás indolentes, el ritualista que ve a los demás irrespetuosos, el pensador que ve a los demás superficiales, el moralista que ve a los demás laxos, el penitente que ve a los demás hedonistas, el ordenado que juzga desastrados a los otros, etc.
Parece propio de la condición humana «exigir» a los demás aquello que nosotros opinamos —equivocadamente, si depuramos intenciones— tener cubierto. No le gusta al esforzado la condescendencia con el desentendido. Al observante de la Ley le molesta la vida relajada de los transgresores. El espíritu sutil mentiroso desde el principio, el diablo, siempre sugiere el desequilibrio; te hace reparar en la «injusticia» de que no se valoren tus méritos. Susurra: «Sí, date cuenta, a ti bien que te cuesta el cumplimiento, tus sacrificios y renuncias, mientras otros campan a su antojo. ¿Porqué no le afeas su conducta a los incumplidores, en contraposición con tu esfuerzo?».
Los fariseos y los discípulos del Bautista están en eso. Los que preguntan a Jesús podrían ser «imparciales» observadores o efectivos partícipes del ayuno. Tanto da. El texto subraya el contraste. ¿Cómo puede ser que nosotros (o los nuestros) estemos ayunando y tus discípulos no? ¿Qué clase de ascesis es esa que enseñas, que no requiere contrariar la naturaleza con el «ayuno», instaurado por los profetas?
Si nosotros —¡que somos los buenos! — ayunamos, ¿cómo es que tus discípulos no ayunan? Esto te desautoriza. Además, traemos el aval de Juan el Bautista, ante el que personalmente te has presentado para ser bautizado….
El reproche es una argumento descalificador, con intención de evidenciar la impostura de Jesús y la inconsistencia de sus enseñanzas. Pero Jesús responde con extrema delicadeza y precisión. Da dos satisfacciones. En primer lugar se reconoce y muestra como el Esposo, como Aquel que habría de venir. Y ello comporta el júbilo propio de esa anhelada presencia y a la exteriorización de la certeza de que ya no hay que esperar —ayunar— por otro.
Pero, y esto es muy de resaltar, no afrenta a los que ayunan. En ningún momento rasga los paños antiguos o revienta los pellejos viejos (o rompe los odres antiguos). Ambos tipos de materiales «sirven», son útiles, cumplen su misión. Solo que su aptitud —hablando de odres o pellejos— se limita al «vino viejo». Pero no se anatematiza ni el vino viejo ni los odres o pellejos viejos, sino que se instaura una coherencia nueva entre el fondo y la forma.
Al vino nuevo de la alegría y la Pascua, con la Resurrección consumada, corresponden unas liturgias nuevas, una prácticas que acojan este hecho descomunal, ese acontecimiento que espanta a los siglos.
Pero nada autoriza a ser desconsiderados con quienes no tienen o no esperan la evidencia de la Resurrección. No hay que hacer añicos los odres viejos so pretexto del vino nuevo. Lo antiguo es valioso, no es desdeñable. Antes bien, conviene ser conscientes de que peligra su preciosa existencia si son rellenados con vino nuevo. Hay vino viejo compatible con los odres viejos. A lo que Jesúsnos invita, mejor que criticar a los fariseos y a los del Bautista, es a construir recipientes nuevos, idóneos para el vino nuevo.
Con ello se combate la evanescente pero peligrosísima «envidia espiritual», que se nos muestra muy corrosiva «desde el principio». Efectivamente, Caín no mato a Abel por intereses económicos, por expansión territorial, por rivalidad jerárquica o por preeminencia dinástica. Sino por «envidia espiritual». Comprobó con terrible desagrado que sus sacrificios no complacían al Innombrable (Gn 4 4). No soportó el «éxito espiritual» de su hermano y, corroborando su error, optó por la violencia contra él.
Cuidado con la «envidia espiritual». Hay que estar muy vigilantes para que los logros, la expansión, la notoriedad, las vocaciones, la influencia o las dignidades recibidas por otros no se truquen en desdén, menosprecio, comparaciones, y otras formas refinadas de «envidia».
Bien están los odres viejos, y bien les cuadra el vino viejo, valioso y noble. Pero ahora tenemos motivos para la alegría, que también será puesta a prueba cuando se nos arrebate el Esposo. «A vino nuevo, odres nuevos«. Es así como se preservan los odres viejos y no se desperdicia el vino nuevo de la salvación.
Francisco Jiménez Ambel