En aquel tiempo, disputaban los judíos entre sí: – «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?» Entonces Jesús les dijo: – «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.» Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún (San Juan 52-59).
COMENTARIO
“Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros”. Este mensaje de Jesús se puede definir como el núcleo central del evangelio de hoy y, como siempre, la Palabra de Dios es actual y personal para todo aquel que se pone a la escucha. Tiene el poder de iluminar a toda una generación que ha decidido redefinir la vida misma, sus objetivos y los caminos que se deben seguir. El hombre elabora proyectos de vida, en los cuales él mismo se coloca en el centro, poniendo todo lo demás a su servicio, mientras el Señor le advierte que, de esta manera, pierde la vida y se instala en la muerte. El demonio teje una tela de araña que atrapa a todo aquel que no se alimenta con el cuerpo y la sangre de Cristo, sumergiendo al alma en una bruma de vacío y opresión. Llegados a este punto, el hombre recurre a la evasión y al disfrute puro y exclusivamente carnal. “Bebamos y comamos que mañana moriremos”, dijo San Pablo, refiriéndose a esta angustia vital.
Los judíos que escucharon de los propios labios de Jesús las palabras de este evangelio, se preguntaban: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” Tomaban su mensaje al pie de la letra. No entendían, ni de lejos, la profundidad de su significado. Ni se imaginaban que se estaba hablando de la vida eterna, de la posibilidad de poder liberarse del poder de la muerte y de acceder a una vida de plenitud, sin límites temporales. “El que come de esta pan vivirá para siempre”, les dice Jesús. Pero se preguntaban cómo iban a comer la carne y beber la sangre del que les estaba hablando. Pensaban que era una locura o una monstruosidad. Se quedaban en la superficie y no alcanzaban el conocimiento de que comer la carne de Jesús es aceptarle como el cordero de Dios y beber su sangre es asumir su misma manera de vivir.
El hombre moderno ha trazado sendas que se alejan de Dios. Para eso ha creado una cultura de la muerte y se ha instalado en lo efímero y banal.
En este evangelio, Jesús empieza a instituir la Eucaristía y nos da un fuerte impulso para poder apercibirnos de su riqueza. El comer el cuerpo y beber la sangre del mismo Dios no es ninguna metáfora para todo aquel que acude a su llamada. Nunca podremos asimilar, en su totalidad, la verdadera grandeza de este misterio, a no ser que el Señor nos conceda la gracia de poder vivir de verdad el hacerse uno con el mismo Dios y que Este se haga uno con nosotros. Pero, en todo caso, todos hemos podido experimentar el salir de la Eucaristía con fuerzas renovadas, viendo la vida de otra manera, aunque tengamos los mismos problemas, porque la Eucaristía nos permite hacer nuestra la vida de Jesús y entrar en su intimidad. En esta espiritualidad podemos entender la doctrina de San Pablo: ¿Qué podrá hacerme el hombre?, ¿Quién podrá robarme al amor de Dios? Ningún problema, circunstancia o persona tiene el poder de arrebatarnos a Jesús si nosotros no se lo otorgamos. Para obtener esta fortaleza es imprescindible que nos nutramos del mismo Dios, por esto es tan importante para nuestra vida el evangelio de hoy y que celebremos con frecuencia la Eucaristía, porque ésta siempre es el comienzo de una vida nueva y hace que maduremos en un estilo de vida cristiano.
Hoy el Señor, en su inmensa misericordia, nos ofrece el único alimento que puede saciar nuestra alma. Por más que el hombre de la carne busque las fuentes del placer, no dejará de sentir ese vacío que afecta a su espíritu. El Señor se da por entero, pero, en nuestra libertad, podemos aceptarlo o rechazarlo. El hombre puede malgastar su libertad en cosas que le llevan a la esclavitud más absoluta, creyéndose, para más inri, libre. La humanidad reclama, a menudo, espacios de libertad que conducen al mismo infierno.
Todo lo que la comunión encierra es el mayor tesoro que nos da la Iglesia. Su valor sólo se puede comprender a la luz de la fe, nunca es fruto del esfuerzo sino de la gracia.
Que la rutina o el ruido del mundo no impidan que recibamos el cuerpo y la sangre de Cristo con la dignidad que se merecen. Pidamos al Señor, antes de la Eucaristía que sintonice nuestro corazón con el suyo, de manera que todo lo demás resulte secundario y relativo, para poder vivir, así, un “sola a solo” con el Señor.