En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No deis lo santo a los perros, ni les echéis vuestras perlas a los cerdos; las pisotearán y luego se volverán para destrozaros. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten; en esto consiste la Ley y los profetas. Entrad por la puerta estrecha. Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! Y pocos dan con ellos» (San Mateo 7, 6.12-14).
COMENTARIO
Continuamos hoy con el Sermón de la Montaña, que venimos leyendo hace ya dos semanas. En él, Jesús nos habla de dos ámbitos o modos de vida que se excluyen mutuamente: vivir según vive el mundo o vivir como Él nos enseña. No caben entre ellos compromisos porque tienen valores contrarios, metas diferentes, y así interpretan la realidad, los hechos y situaciones con claves distintas.
Situados ya en este marco, podemos entender las palabras del Maestro: – «No deis lo santo a los perros…» y lo que sigue. Lo santo, los misterios y dones que Dios da a gustar a sus amigos, como la Eucaristía, o la sabiduría de la Cruz, no pueden ofrecerse a los que viven según el mundo, haciendo su propia voluntad y buscando sólo su interés Estos no son capaces de apreciar las cosas santas porque no tienen gusto por ellas; solamente pueden burlarse, profanar, blasfemar de lo que no entienden ni conocen.
Comprendemos también así las palabras sobre la puerta estrecha y el camino angosto: la voluntad divina para cada uno de
nosotros es, de ordinario, distinta de la nuestra, porque mira a la salvación de todos y nosotros no tenemos una mirada tan amplia. Entrar en esa voluntad, que no es la nuestra, es entrar por la puerta estrecha. A Cristo, entrar en la voluntad del Padre
le costó morir en la cruz: ¡más estrecha no podía ser! Y el camino angosto es el de seguir los pasos de Jesús, que supone negarse a sí mismo cada día; pero es el camino que lleva a la Vida, y no sólo después de la muerte: seguir a Cristo es tener la Vida ya hoy.
Son pocos los que dan con ese camino. Para la mayoría, Jesús fue un hombre bueno, ingenuo y fracasado. Únicamente desde la fe en Él se puede acceder al misterio de la redención de la humanidad a través de la cruz. Y esa fe es un don que Dios regala a
quienes elige para ser hijos suyos, a imagen de su Hijo. Sólo por la fe es posible seguir a Jesús por el camino estrecho en que El anduvo. No hemos de extrañarnos de que los que viven según el mundo no puedan dar con ese camino.
Finalmente, nos menciona también la regla de oro de la moral cristiana: tratar a los demás como deseamos nosotros ser tratados. Es el máximo de sabiduría al que pudieron llegar los rabinos y sabios de Israel. En la simplicidad de su enunciado, parece algo al alcance de toda persona honesta que desee vivir en la verdad. Pero de hecho, no es así: ¿cuántas veces excusamos nuestros errores con más facilidad que los de nuestro prójimo? Encontramos siempre una disculpa para nuestros fallos, y no la tenemos para los demás. De hecho, cuanto más tolerantes somos con nosotros mismos, menos lo somos con los otros. Es lo que se llama, vulgarmente, la «ley del embudo»: ancho para mí, estrecho para ti.
No es esto lo que Jesús nos enseña. Si realmente quieres que se disculpen tus errores, empieza tú por excusar a los que tienes más cerca. Aprendamos de Él, que no juzgó a nadie, perdonó siempre, comprendió a todos, y disculpó, incluso a los que le crucificaron.