«En aquel tiempo, Jesús vio a un publicano llamado Leví, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. Leví ofreció en su honor un gran banquete en su casa, y estaban a la mesa con ellos un gran número de publicanos y otros. Los fariseos y los escribas dijeron a sus discípulos, criticándolo: “¿Cómo es que coméis y bebéis con publicanos y pecadores?”. Jesús les replicó: “No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan”». (Lc 5,27-32)
Leví, publicano, odiado por el pueblo al que extorsionaba como recaudador de impuestos, enriquecido con sus abusos, inmisericorde con sus hermanos, no es muy diferente a muchas personas de hoy que también viven para hacer dinero, caiga quien caiga, sin que lo demás importe demasiado. Ahí están los mil y un ejemplos de corrupción destapados en los últimos tiempos en apoyo de esta similitud.
La aparente felicidad que podía darle a Leví su desahogada situación —seguramente envidiada por muchos de sus contemporáneos— no era suficiente para llenar el vacío existencial en el que debía de tenerle su carencia de amor. Posiblemente se sintiera incapaz para salir de su mezquina realidad. Estaría resignado ante el desprecio de los demás, pero con un odio cada día mayor hacia todos sus compatriotas, que trataba de satisfacer con sus abusos y robos impunes, ya que los romanos lo apoyaban.
En esta situación, asqueado, insatisfecho, odiado y odiando, volcado en el mal, sin solución posible, es cuando le basta cruzar una mirada con Jesucristo y oír una palabra: “Sígueme”, para que su vida cambie totalmente.
La ternura, el amor y el conocimiento de su persona reflejado en los ojos del Mesías hubieron de desarmarlo, desconcertarlo y llenarlo de un gozo como jamás había experimentado. La seguridad de la voz que lo llamaba y la fuerza y autoridad con que fue invitado a entrar en la compañía de aquel personaje, colmarían sus expectativas hasta el punto de abandonar todo instantáneamente para no perder ni un instante de estar en compañía de aquel ser inimaginable.
Es de notar la fuerza de la llamada de Jesucristo que, de repente, hace irrelevantes todas las cosas, los bienes, las seguridades, los afectos y cuanto se pueda apetecer desde un punto de vista mundano. La fascinación, el amor, la paz y el verdadero bienestar que se siente con el Amado, induce a dejarlo todo por Él, sin necesidad de volver la vista atrás. Este abandono en las manos de Dios es un delicioso anticipo de lo que ha de ser la Vida Eterna.
También conviene fijarse en que no han de faltar ciegos mezquinos que se escandalicen de la elección hecha por Jesucristo. No son los llamados los que se creen perfectos, sino los que se saben pecadores. La altanería y el orgullo de quienes en el fondo de su corazón desprecian a los débiles, incultos, pecadores y, por eso mismo, están incapacitados para amarlos, les impide entrar en la verdad, en el reino del amor, de la fraternidad. Es decir, cuantos se consideran superiores, se auto-incapacitan para conocerse a sí mismos, humillarse y adquirir un corazón capaz de tener misericordia.
Se puede ser cristiano, consagrado e incluso una alta jerarquía de la Iglesia; si no se tiene amor, si todo es autosuficiencia, exigencia y sentimiento de superioridad, Dios no está por esa persona. Dios, sin dejar de amarla, la pospondrá a otra que se humille, pues de no hacerlo así, el arrogante, empecinado cada día más en su error, se perdería sin remisión. Y Dios quiere que todos nos salvemos. Por eso dio su vida Jesucristo.
Juan José Guerrero