Retomamos a Oseas: “En el desierto la hablaré al corazón”. Como siempre, Dios cumple su Palabra. Se encarna, es Emmanuel, Dios vivo en el corazón del hombre. En nuestros desiertos se desposa con nuestra alma…, Él pone la dote. Oseas mismo nos hace una relación de ésta. La lista es arrebatadoramente hermosa. En ella encontramos su justicia y derecho, amor y compasión, fidelidad, etc.(Os 2,21).
Su hablar al corazón es su quedarse con nosotros. Es un quedarse divinizando al hombre. ¡Qué inmensamente hermoso se nos antoja el testimonio que nos ha dejado san Ignacio de Antioquía acerca de la acción transformadora de la Palabra en el ser humano! Hacia el final de su vida, siendo ya más de Dios que de sí mismo, llegó a decir: “¡He llegado a ser palabra de Dios!” Bellísimo testimonio y nada exagerado. San Juan de la Cruz dijo lo mismo en otros términos: “¡Oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada!”
Seducción, desierto… ¿Accidente, solución de emergencia sobre la marcha para poder salvar Dios su historia de Amor con el hombre? ¡En absoluto! Es en el desierto donde el alma manifiesta sus más genuinas y perentorias necesidades que, a final de cuentas, se reducen a una sola: ¡Dios! Por su parte, sólo en el desierto “es posible” a Dios pulsar las cuerdas vírgenes del alma para que pueda dar a luz sus más bellas melodías. Son cuerdas que llevan su nombre y marca, por lo que sólo por Él pueden ser templadas y acariciadas; sólo sus manos expertas pueden arrancar de ellas su propia música. Llegados a este punto, ¡silencio!, amanece la primavera del alma, llegó la estación de los amores.
El Amor se hace creación. Acontece desde el espíritu la eclosión de una nueva sensibilidad de la que nacen sensaciones cuya riqueza y exuberancia es imposible medir. Al calor de ellas, nuestro espíritu, elevándose sobre toda la creación, proclama a viva voz que todo lo que no es Dios queda pequeño para él.
Probablemente es bajo esta experiencia que el salmista pudo decir “sólo en Dios descansa mi alma” (Sl 62,1). Al confesar esto, nuestro hombre no está despreciando nada ni a nadie; está gritando lleno de gozo que su búsqueda ha tenido el resultado deseado. Su alma ha encontrado por fin su verdadera casa: los brazos de Dios, los únicos que son apropiados para ella, para su descanso.
Terminamos con un texto precioso de Paul Jéremie que nos describe magistralmente la sensibilidad del alma: “Llevados por el fuego de esta nueva sensibilidad, el alma conoce instantes –a su vez eternos- en los que le es dado palpar el umbral del Misterio de la Gloria de Dios, su cara a cara con Él. Bajo el impacto de este encuentro es movida a dibujar el Rostro en la tela imborrable de su espíritu”.
Vuelta el alma en sí de ese “instante”, al mismo tiempo que permanece su gozo, advierte la imposibilidad de hacer comprensible a nadie lo que ha vivido. Tampoco es que le importe mucho; sabe que los que, como ella, han sido introducidos en el umbral del Misterio, Gloria y Rostro de Dios, comprenden todo sin palabras; basta un gesto casi furtivo para hacerse entender. Ésta es la grandeza de los amigos de Dios. Tienen sus secretos y, al mismo tiempo, no necesitan palabras para compartirlos.
Antonio Pavía.