«En aquel tiempo, se presentaron los fariseos y se pusieron a discutir con Jesús; para ponerlo a prueba, le pidieron un signo del cielo. Jesús dio un profundo suspiro y dijo: “¿Por qué esta generación reclama un signo? Os aseguro que no se le dará un signo a esta generación. Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla». (Mc 8,11-13)
Lo que importa ante todo es discutir. Y si no hay motivo parece que mejor, la discusión adquiere más prestigio. La discusión como pasatiempo grotesco, enfermizo resulta ser el deporte favorito de muchos que no han descubierto en el amor la norma esencial de sus vidas, la forma de ellas.
Unos fariseos se presentan ante el Señor solo para discutir. Se pusieron a discutir. Empezaba la sesión a la que Jesús estaría ya acostumbrado, habituado a ese dolor. No dice el texto si era por la mañana o al caer la tarde. La discusión, ese aperitivo que alimenta a las pasiones en cualquier momento, de día y de noche, no respeta horarios. Conocemos personas que hacen de la discusión una forma de vida, un estilo, un talante.
Naturalmente que discutir tiene una acepción positiva, buena. Etimológicamente significa sacudir algo para separarlo, para distinguirlo. Se sacuden las palabras para ver si el argumento es sólido. La discusión queda identificada como una sana crítica. Se discuten las ideas para perfeccionar la realidad. Pero en el caso que nos ocupa, del Evangelio, la discusión es pura crítica, con la finalidad de quebrar, romper en mil pedazos. No necesita Jesucristo que le discutan sus ideas —que son el pensamiento del Padre—, ni su persona —que es divina— para que alcance una supuesta perfección, que por otra parte, ya tiene. No es un análisis de teorías lo que buscaban los fariseos sino un derrumbar, un hacer daño al Señor. Movidos por la envidia y el mal discuten y discuten, con la intención de hacer desaparecer a Cristo y desautorizar sus enseñanzas. Discusión orientada al descrédito, no a la profundización de la verdad.
En la Edad Media eran célebres las disputas académicas sobre cuestiones de filosofía y teología. Auténticos combates de escuelas al servicio de la verdad. Discutir era analizar, argüir, argumentar, estudiar, razonar, deliberar, debatir… Cuestión académica que podía acabar en polémicas, enemistades y contiendas. La discusión pasaba de la fase académica a la batalla, la lidia, la pelea. Se trataba de vencer no al compañero sino al contrincante, casi al enemigo.
Y esto es lo que hay entre los fariseos y Cristo: enemistad. Los fariseos no saben dialogar sino discutir; lo prefieren. Se acaloran pretendiendo regañar al Señor. Van buscando pelea, descartar al Mesías. Primero lo hacen intentan con diatribas; luego con unos cuantos clavos y un madero.
El atrevimiento del mal. ¡Enfrentarse con Jesús! Ahora lo quieren poner a prueba pidiéndole un signo del cielo. San Marcos, especialista de los rasgos humanos del Señor, dice que dio un profundo suspiro. Ante las pruebas de la fe conviene no exigir pruebas. Mientras más pruebas recibo menos vale mi fe. La fe se realiza perfectamente en la ausencia o casi carencia de pruebas. Solo fiado de tu palabra echaré las redes (Lc 5,5). El fariseo pasa de la discusión al análisis para poder dar un paso en su camino. No sabe que en la vida espiritual muchas veces “si analizas, fosilizas”, paralizas la vida de fe.
En este pasaje se dan cita dos actitudes: discusión más exigencia. Lo propio de un niño inmaduro de escasa educación. Un profundo suspiro fue la respuesta inicial. La mala intención y la ausencia de fe en la persona del Maestro le debió causar daño. Nuestras actitudes ingratas, desconsideradas, de cierta maldad producen profundos suspiros de dolor y misericordia.
No le gusta a Jesucristo el reclamo de signos. Le entusiasma la fe, la confianza en Él. Él asegura que no se le va dar un signo a esta generación. En otro lugar del Evangelio se dice que no se les dará otro signo que el signo de Jonás (Mc 8,12). Es una respuesta oscura pero a la vez muy clara para el que quisiera entender. Jonás oculto y vomitado a la tierra; Cristo oculto en su sufrimiento y devuelto a la vida al tercer día. Signo de cruz, de redención. Ante las exigencias de una falta de fe, el Mesías exige la presencia de la fe, y una fe sólida, fuerte. Al religioso no se le permite una fe de mediocre, de primerizo.
Los dejó, se embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla. No empleó mucho tiempo, no quiso entrar en dialécticas. Se subió a la barca y se fue. En la otra orilla volvería a encontrar otros discutidores. No es patrimonio del fariseo la discusión, lo es de toda persona enredada en su amor propio. Los discípulos discutían entre sí quién era el más importante (Lc 9,46-48). Es la manía de la soberbia: figurar, prevalecer.
A María nunca se la vio discutir. No sabe. Lo guardaba todo en su corazón (Lc 2,19)
Francisco Lerdo de Tejada