«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así; ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino”. Tomás le dice: “Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?”. Jesús le responde: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí”». (Jn 14,1-6)
Dios no mira a los hombres desde lejos. No está en un lugar remoto, distanciado de nuestro corazón, ni sus mandatos se presentan como algo inalcanzable para el hombre. Porque el Señor es esencialmente amor, un amor sin medida que sacia por completo todo nuestro ser. Su misericordia nos acerca a Él y hace posible que sus mandatos estén a nuestro alcance.
No solo somos obra de sus manos, sino que Él mismo se hizo hombre, apareciendo en medio de la humanidad como el siervo sufriente. Nada que pase por nuestro corazón le es desconocido, nos entiende y nos comprende como solo lo puede hacer un Dios que ha descendido a la condición humana. Lo compartió todo menos el pecado.
Por eso en el evangelio de hoy se dirige a sus apóstoles para decirles: “no tiemble vuestro corazón”. Hoy me pongo en el lugar de ellos y me identifico con ese miedo. Me imagino en medio de un mundo perseguidor y descreído, siguiendo al que he reconocido como al Mesías. De repente presiento su marcha. Me siento abandonado. Mi corazón se acongoja. No hacen falta mis palabras para que Jesús lea mi estado de ánimo, mi temor. Él también ha llorado y ha experimentado el sufrimiento en grado sumo. Nunca seremos del todo conscientes de la grandeza de tener un Dios que se compenetra con cada uno de nosotros hasta este punto. Rechazar esta gracia es la mayor de las desgracias que nos puede ocurrir.
Los apóstoles temen quedarse huérfanos y Jesús les presenta un motivo trascendental y definitivo para llegar al consuelo y la alegría: “os llevaré conmigo, para que donde estoy, estéis también vosotros”. Jesucristo será crucificado, resucitará y subirá al cielo para preparar ese lugar de reencuentro definitivo y eterno con los hombres. El mismo Jesús al que han visto resucitar a muertos y sanar ciegos y paralíticos es el que ahora les promete la vida eterna y la gloria compartida con Él mismo.
Que tristeza la de este mundo que vive la muerte de un ser querido como una pérdida definitiva. Los más esperanzados afirman que “algo habrá”. Si el hombre se considera destinado a la nada y al vacío, no es extraño que se produzcan suicidios, brotes de violencia y todo tipo de experiencias destinadas a evadirse y olvidar por un momento el absurdo de una vida tan volátil.
Los apóstoles estaban tristes y detrás de la tristeza puede aparecer el desaliento y la angustia. Jesús no se conforma con abrirles un espléndido panorama de esperanza, sino que además les señala el camino que tienen que seguir hasta que el venga a por ellos. Se sienten perdidos y Él les ofrece la brújula por la que se tienen que guiar. Él ha convivido con ellos mucho tiempo y les ha mostrado con su vida cómo es Dios, ha mostrado al Padre y el camino para llegar a Él y quedarse junto a Él. Como colofón termina Jesús diciendo: “Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí”.
El mundo vive hoy en contra de esta verdad. En una cárcel que cada uno decora y acondiciona según criterios propios y posibilidades materiales. A pesar de esto hace de su cárcel un modelo de libertad. Una ética y unas leyes barnizadas con el pensamiento único imperante, dan un tono de civilización, progreso y modernidad a esta decadente sociedad. La muerte es un enemigo invencible, al que hay que ocultar o disfrazar. Son aceptables creencias en reencarnaciones, dimensiones paralelas, energías cósmicas y un sinfín de necedades más. El cristianismo, sin embargo, es tachado como algo desfasado, caduco y fuera de lugar.
Este pensamiento tiene la fuerza que da el mismo demonio, príncipe de este mundo, el cual, ocupando el lugar de Dios ha inoculado el miedo en el corazón del hombre, quedando este esclavo por el pecado y los tremendos males que acarrea. Los que queremos ser discípulos de Jesucristo estamos, en medio de todo esto, expuestos a sucumbir en este combate. Por eso es vital y necesario grabar en nuestro corazón el evangelio de hoy, porque en él se encuentra la fuerza que necesitamos para nuestra salvación y la del mundo que nos rodea. El miedo ha sido vencido.
Hermenegildo Sevilla