El aislamiento y la soledad no convienen a las personas. Ninguna persona llegaría a ser la que es sin la ayuda de los demás. El ser humano está diseñado para ser solidario, con independencia de que personalmente lo seamos o no. La persona es un ser que naturalmente está abierto a los otros. Si no se desarrolla esta dimensión social de la personalidad, ningún hombre llegará a ser él mismo, el que es, la persona que quiere llegar a ser. Son muchas las razones a las que apelar a la hora de justificar la necesidad de la cultura del esfuerzo. Me referiré en esta ocasión únicamente a dos características básicas de la persona; en otro momento trataré de explicar la actual ausencia de esta cultura.
La solidaridad no es un valor solo porque ahora esté de moda. De la solidaridad hoy se habla demasiado y se practica muy poco. La solidaridad verdadera es la que se pone de manifiesto en el propio comportamiento; se entiende que del comportamiento que uno ha elegido. Es decir, que la solidaridad no puede imponerse, aunque sí proponerse. Amigo lector, esto es lo que estoy tratando de afirmar, con el respeto debido al horizonte ineludible de la libertad de la persona. La solidaridad se apoya en la inteligencia y la voluntad, dos características que abren la persona para que no se repliegue en el individualismo.
La libertad es una propiedad de la voluntad humana. Si no fuéramos libres, no podríamos querer. Para querer hay que salir de sí, despreocuparse de uno mismo y ocuparse de otro. En esto consiste la apertura del ser humano. Se trata de entender la libertad como interdependencia. En realidad, todos somos interdependientes porque todos necesitamos de todos. ¿De qué sirve quererse mucho a sí mismo si nadie nos quiere? Precisamente por eso, lo que a los otros los afecta, también a nosotros nos afecta. Nadie nos resulta indiferente, porque los afectos nos afectan.
El otro fundamento de la solidaridad es la inteligencia. La inteligencia, qué duda cabe, es algo muy personal. Pero no se basta a sí misma, sino que abre la persona a la aventura del conocimiento, especialmente del conocimiento de otras personas. De aquí la necesidad de la amistad y el compromiso que de ella se deriva. Ser reconocido es una necesidad vital, pues nos permite compartir la propia vida con los demás. Esto forma parte del sentido de la propia vida. De aquí que el uso que hagamos de nuestra inteligencia afecte a los demás, y viceversa. Tal vez, por eso, lo que hagan los demás nos atañe, nos importa y nos afecta. Dicho de otra forma: el comportamiento de los demás, de alguna forma, nos interpela.
libertad y solidaridad
Consideremos un ejemplo cualquiera. Supongamos que un amigo está estudiando medicina. Como es libre, puede estudiar con mucha o poca intensidad, tomarse en serio o no su formación, esmerarse en las prácticas para conocer mejor las enfermedades o “pasar” de ellas. En principio, pueden hacer con sus capacidades lo que quiera, incluso estudiar muy poco y salvar mediocremente cada curso. Supongamos que diez años más tarde atiende a uno de mis hijos por padecer una enfermedad. Pero como se ha esforzado muy poco, es un médico mediocre que tarda en llegar a un diagnóstico riguroso. Esa persona ha hecho con su inteligencia y voluntad lo que ha querido, porque es libre. En efecto, la inteligencia y la voluntad son suyas. Pero el mal uso que ha hecho de ellas le convierte en un profesional incompetente. Los efectos de esa incompetencia ya no son suyos, sino de otros (de mi hijo). Por consiguiente, su comportamiento no es solidario; incluso puede ser injusto.
Una persona así no solo hace daño a los demás, sino que también se hace daño a sí misma. Más allá de ella y de mí, sufre también la propia profesión y la entera sociedad. En efecto, disminuirá la confianza en los médicos, aumentarán las enfermedades, se incrementará el gasto público, habrá que subir los impuestos, etc.
Este ejemplo puede ser dramático, por afectar a algo tan importante como la salud humana. Pero lo mismo podría afirmarse de un taxista, un fontanero, un político, un banquero o un diplomático. Las consecuencias del mediocre ejercicio profesional pueden llegar a ser irreversibles y muy negativas para todos, como consecuencia del mal uso que esa persona hizo de su libertad, cuando era estudiante. Se pone así de manifiesto la urgente necesidad de la cultura del esfuerzo.
rectificar para avanzar
Toda cultura necesita del esfuerzo. No se trata de exigir a la juventud más de lo que puede dar; pero es preciso reconocer que los jóvenes pueden dar hoy mucho más de lo que dan. Es probable que no hayamos creído suficientemente en ellos o que tal vez nos hayamos refugiado en la blanda comodidad de la permisividad. En ese caso, se les ha protegido demasiado, con tal de no tener problemas. De ser así, la permisividad primera es la que cada padre o profesor se ha otorgado a sí mismo. Si los adultos no nos exigimos (no nos esforzamos), es imposible que exijamos a los jóvenes de la siguiente generación. Se trata de predicar con el ejemplo, aunque ello nos complique un poco la vida. Más nos vale llorar una vez que pasarse toda la vida llorando.
Ante la ausencia del esfuerzo no es aceptable la descalificación global de la juventud, ni tampoco la de los adultos de la anterior generación. Supongamos que hemos sido permisivos con nosotros y, por eso, con ellos; que les hemos dado todo lo que han pedido a cambio de nada; que les hemos sustituido sin darnos cuenta de que así los anulábamos; que no los hemos valorado en lo que realmente valen, como si se hubiera detenido para siempre su crecimiento y no fueran capaces de sacar de sí las mejores personas posibles. Admitamos que nos hemos equivocado, es decir, que hemos sido permisivos. Pero también ellos son responsables de lo que ha sucedido, porque no se rebelaron ante tanto consentimiento, lo que hace de ellos meros “consentidores”: niños y niñas consentidas que no han madurado.
Pero ha llegado la hora de dejar de lamentarse. Es preciso tratar de encontrar una solución. El ser humano tiene capacidad para asumir sus propios errores, aprender de ellos y reaccionar de un modo responsable. La persona es un ser solucionador de problemas. Sobre todo de aquellos que primaria e inmediatamente a ella misma le atañen.
educar la voluntad
Para madurar hay que aceptarse a sí mismo, de manera que, conociéndonos, podamos rebelarnos —con esa gallardía que caracteriza la grandeza del misterio humano— contra lo que entendemos es preciso cambiar en nuestro ser para llegar a satisfacer el proyecto que hemos concebido acerca de la persona que somos: la mejor persona que, según nuestras posibilidades, podemos llegar a ser.
Poco importa que esta tarea autotransformante y transformadora de la sociedad nos suponga un cierto esfuerzo. En la cultura del esfuerzo nos va mucho, porque precisamente en eso consiste ser hombre y mujer. El miedo al sufrimiento, al esfuerzo y a la renuncia puede ofuscar la inteligencia.
Cuando se reflexiona acerca de cómo nos va la vida, se advierte en seguida que la comodidad y el confort estén condicionando, probablemente, el vago malestar y el desencanto que experimentamos. También se sufre a causa del confort; incluso se puede morir de excesivo confort. Es preciso vigorizar la voluntad. Poco importa los resultados que inicialmente se obtengan. Es preciso seguir, incluso cuando faltan las fuerzas, pues como decía Ovidio, “aunque falten las fuerzas, debe alabarse la voluntad.”
Nos va en ello el encaminamiento a la conquista de la felicidad personal. Dejarse llevar por la comodidad o el placer de un momento no es el mejor modo de vivir. La felicidad humana no es compatible con esos contenidos. Las personas que quieran ser felices han de plantearse exigencias más altas y valiosas. Es necesario macizar el tiempo humano, llenarlo, que no haya un segundo libre para el aburrimiento. Entre otras cosas porque, como afirmaba Plinio, “cuanto más feliz, tanto más corto se hace el tiempo.”
La persona puede más de lo que ella misma piensa. La vida humana no es algo banal o superficial que pueda crecer de espalda a la libertad personal. La grandeza de un ser humano no debería sepultarse en la ruindad de la trivialidad.
Nadie debería atribuirse el papel de juzgador de la juventud, sobre todo si la ignora y si, como suele suceder, nada ha hecho por contribuir a incrementar su potencial crecimiento. Un crecimiento, por otra parte, que todos necesitamos y que al fin reobra sobre la entera sociedad.
Me gustaría gritar a los jóvenes que me lean —y a sus padres y profesores— unas palabras de aliento, algo que los destinatarios puedan decirse en la intimidad a sí mismos, tanto en tiempos de bonanza como en tiempos de perplejidad: “Recomienza, deja el pasado, crece, ocúpate del futuro, trata de rehacerte, aprende de tu experiencia y sirve con ella a los otros, procura comportarte de una forma más exigente para así ‘merecerte’ la dignidad con que fuiste tratado, ábrete a la verdad del encuentro con los otros, haz uso de tu libertad ya restaurada, no te dejes esclavizar por lo que fuiste o dejaste de ser, sé fuerte, tú puedes, inténtalo una vez más, comienza, toma ya una decisión, prueba a hacerlo, persuádete de que todavía puedes ser quien eres, quien quieres ser, quien debes ser”.