En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Dentro de poco ya no me veréis, pero dentro de otro poco me volveréis a ver».
Comentaron entonces algunos discípulos: «¿Qué significa eso de “dentro de poco ya no me veréis, pero dentro de otro poco me volveréis a ver”, y eso de “me voy al Padre”?».
Y se preguntaban: «¿Qué significa ese “poco”? No entendemos lo que dice».
Comprendió Jesús que querían preguntarle y les dijo: «¿Estáis discutiendo de eso que os he dicho: “Dentro de poco ya no me veréis, y dentro de otro poco me volveréis a ver”? En verdad, en verdad os digo: vosotros lloraréis y os lamentaréis, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (San Juan 16, 16-20).
COMENTARIO
El Evangelio de hoy nos sitúa, como en los días anteriores, en el marco de la Ultima Cena, en la intimidad del diálogo de Jesús con sus discípulos.
En éste, el Maestro les anuncia su inmediata partida de este mundo hacia el Padre. Separación que es necesaria para que los suyos reciban el Espíritu, y con El, una presencia Suya interior, más fuerte, más sólida y segura que la mera cercanía de su persona.
Los discípulos están desconcertados: no entienden nada, no conciben ya su vida sin Jesús. Las preguntas que van haciendo demuestran que no logran, ni de lejos, atrapar el mensaje del Maestro. Lo único que se les alcanza es que van a tener que separarse de Él, y ello les sume en una profunda tristeza.
Y ahora Jesús les añade algo todavía más duro: van a sufrir una profunda crisis de fe. Parecerá que todo el proyecto mesiánico del Reino de los Cielos se ha venido abajo, se ha disipado como humo. Llorarán su ausencia, mientras el mundo, los enemigos, se sentirán triunfantes, pensando haberse desembarazado, por fin, de Él.
Pero la ausencia de Jesús será pasajera, no definitiva. Por el contrario, su regreso sí será para siempre. Vivirá dentro de ellos, comunicándoles, cada día, la alegría de la resurrección, de la victoria definitiva sobre la muerte y el mal.
Para madurar, fortalecerse y consolidarse, la fe en Cristo necesita superar ciertas crisis: situaciones de tiniebla interior, en donde parece que Jesús ya no está a nuestro lado; no le vemos por ninguna parte, y el mal, aparentemente, ha triunfado. Se diría que hemos equivocado el camino y estamos extraviados.
Son pruebas diseñadas por Dios Padre para nuestro crecimiento espiritual, y que necesitamos en el camino hacia la adultez de la fe. ¿Cómo experimentar que el mal y la muerte están definitivamente vencidos, sino afrontándolos en toda su cruda dimensión? Si siempre estuviéramos bajo el amparo y seguridad de Jesús, no pasaríamos jamás de ser como niños mimados y protegidos.
Pero el cristiano está llamado a alcanzar una madurez en la cual su fe sea un testimonio para los demás hombres. Dicho de otro modo: el mundo tiene que ver que nuestra seguridad en el Resucitado supera todo obstáculo, toda persecución, todo peligro. Esto, y sólo esto, es lo que hace creíble el mensaje cristiano. En función de ello, las crisis son necesarias.
Jesús vuelve siempre a nosotros, y la alegría de encontrarse de nuevo con El, significa una Pascua, una experiencia de resurrección que supera infinitamente al sufrimiento de su ausencia. Porque nos da la certeza de que: «el mal no tiene la última palabra en la vida del hombre», según nos repetía S. Juan Pablo II. La fe en Cristo resulta así confirmada, reforzada y purificada en el crisol del sufrimiento.