Al principio de las prácticas crematorias hubo una concesión: CIC & 2301 La Iglesia permite la incineración cuando con ella no se cuestiona la fe en la resurrección del cuerpo (cf CIC can. 1176, &3).
¿Se necesita desaconsejar ésta práctica?
CIC & 2299 “A los moribundos se han de prestar todas las atenciones necesarias para ayudarles a vivir sus últimos momentos en la dignidad y la paz. Deben ser ayudados por la oración de sus parientes, los cuales cuidarán que los enfermos reciban a tiempo los sacramentos que preparan para el encuentro con el Dios vivo.”
“La Iglesia aconseja vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos; sin embargo, no prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana” (Código de Derecho Canónico, canon 1176 §3).
La acción violenta que supone la incineración sobre el cuerpo del difunto, que es parte de su misma persona, Je suis mon corps dicen los personalistas franceses, y muy especialmente la acción demoledora que se realiza sobre su cabeza, son acciones que contradicen el & 2300 del CIC: Los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad en la fe y la esperanza de la resurrección. Enterrar a los muertos es una obra de misericordia corporal (cf Tb 1, 16-18), que honra a los hijos de Dios, templos del Espíritu Santo.
Sin embargo, a fuerza de practicar la incineración en ambientes que se encuentran cada vez más fuera del cuerpo doctrinal, catequético y litúrgico de la Iglesia, se ha llegado a un vacío existencial, a una desinformación en materia de fe, que cada vez favorece más una apostasía silenciosa, como la misma muerte “que se viene callando”.
La primera y creciente duda que se viene callando con ésta práctica en una sociedad secularizada e desesperanzada, toca la existencia del alma.
Luego, cada vez más, se ve debilita la fe cristiana profesada en el Credo: Creo en la resurrección de la carne.
La fe en la persona misma de Cristo se difumina: nacido en la carne de María Virgen, por obra del Espíritu Santo, muerto, sepultado y resucitado al tercer día.
Luego, se oscurece la verdad de su Venida en Gloria, como Señor, para juzgar a los vivos y a los muertos.
El alma
Mientras el cuerpo proviene de los padres, el alma es creada inmediatamente por Dios. Así lo confiesa el Catecismo católico: «La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente creada por Dios (cf. Pío XII, enc. Humani Generis, 195: DS 3896; Pablo VI, SPF 8) -no es «producida» por los padres-, y que es inmortal (cf. Cc. de Letrán V, año 1513: Ds 1440): no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final» (CEC 366) (1).
Y Santo Tomás: «El alma, como es substancia inmaterial, no puede ser producida por generación, sino sólo por creación divina. Decir, pues, que el alma intelectiva es producida por el que engendra, equivale a negar su subsistencia y a admitir, consecuentemente, que se corrompe con el cuerpo. Es, por consiguiente, EQUIVOCADO decir que el alma intelectiva se propaga por generación» (STh I, q.118,2)
«Por su apertura a la verdad y a la belleza, por su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, por su aspiración al infinito y la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En estas aperturas, percibe signos de su alma espiritual. «Semilla de eternidad que en sí lleva, irreductible a la sola materia» (GS 18,1; cf. 14,2), su alma no puede tener origen más que en Dios» (CEC 33) .