El lienzo de la coronación de la Virgen, que hoy se encuentra en el Museo del Prado de Madrid, fue pintado por Velázquez en 1641 para el oratorio de la reina Isabel de Francia, primera esposa de Felipe IV, en el Alcázar madrileño. El asunto elegido, la coronación de la Virgen en el cielo, es un acontecimiento de la vida celestial de María, que sigue inmediatamente a su Ascensión y que se fusiona con ésta. La creencia de que María, como verdadera Madre de Dios, había sido asunta o elevada al cielo en cuerpo y alma se remonta a los primeros siglos del cristianismo, aunque el dogma fue declarado por el Papa Pío XII en 1950.
La coronación de María como Reina y Señora de los Cielos es el acontecimiento inmediatamente posterior a la Asunción de María a los cielos tras su Tránsito o Dormición. Ambos, íntimamente unidos, se superponen hasta fundirse en el arte como manifiesta esta pintura. Sin embargo, a pesar de ser tan popular en el arte cristiano, no aparece en las Escrituras, puesto que se trata de categorías humanas para describir realidades espirituales. La exaltación de la Virgen por la Trinidad es relatada por Melitón de Sardes (siglo II), Gregorio de Tours en el siglo VI y la “Leyenda Dorada” de Santiago de la Vorágine en el siglo XII. La sensación inicial que percibimos al contemplar la pintura es de equilibrio, armonía, perfección, orden en las figuras, gestos, geometría y color. Sin perder este efecto ascensional, reforzado tanto por los pequeños ángeles, que entre cabecillas de querubines empujan con sus brazos, como por las pinceladas blancas que animan las nubes y las dotan de movimiento, nos encontramos con unas figuras dispuestas en un triángulo perfecto y una irradiación de luz a través de los rayos dorados que emana una paloma, y que, a la vez, atrae y recoge hacia el interior, y más concretamente hacia la mujer, todas las miradas. No es casual la elección de esta composición por parte del pintor. Las tres cabezas forman un triángulo isósceles invertido en el que las alas de la paloma y los rayos horizontales que desprende contribuyen a reforzar la figura geométrica del triángulo, símbolo del Dios uno y trino. Estamos en presencia de la Trinidad y asistimos al acontecimiento más grandioso de ensalzamiento de un ser humano. De alguna forma somos atraídos por la luz blanca del ángulo inferior izquierdo hacia lo alto con María. Los ángeles la rodean, la sostienen, la elevan. Ella está firmemente asentada en el espacio, sentada sobre el sencillo trono de nubes, y su mirada, gesto y el dibujo de su figura romboidal, contribuyen a dotarla de un hermetismo y concentración que nos atrapa y nos transporta hacia el interior de su ser. El elegante gesto de su brazo abierto nos recuerda aquel de turbación en la anunciación. Sin embargo, la mano derecha, al igual que al principio de su vida, reposa sobre el pecho. Asiente, consiente, afirma: “Hágase“ De nuevo vuelve a ser la esclava del Señor y, por ello, es ensalzada porque se humilló a sí misma y el Poderoso enaltece a los humildes (Lc 1,52). El arte medieval francés es el primero que comienza a representar a la Virgen coronada en el cielo sentada a la derecha de Cristo que la bendice. Primero será un ángel quien la corone, después el propio Cristo, hasta llegar a ser coronada por la mismísima Trinidad. Ahora es Reina del Cielo. Su trono no está entre los coros de las Vírgenes, los Confesores, los Apóstoles, los Patriarcas, los Profetas, ni siquiera entre los mismos Ángeles y Arcángeles. Todos dirigen la mirada hacia la Santa Trinidad y es allí muy cerca donde se encuentra María, Reina y Señora. Pero Ella es y se siente la Sierva del Señor, a quien servir es reinar. Padre, Hijo y Espíritu Santo le imponen la corona, que corresponde a su vocación y misión. Ella es la Hija predilecta del Padre, es la Madre verdadera del Hijo Redentor del hombre, es el Templo vivo del Espíritu Santo. Entre ellos la luz del Espíritu Santo nos deslumbra y sobrecoge con su estallido de gloria y, de nuevo, todas las líneas, todas las miradas se posan en la cabeza de María, que va a ser coronada. La corona de flores está suspendida en el aire a punto de producirse el desenlace esperado. No podemos escapar de la obra, el cielo nos devuelve de nuevo a la Trinidad y ésta a María. Los borbotones de luz de las nubes de la parte inferior junto con los rayos luminosos del Espíritu estallan, pero no nos dispersan, porque una fuerza poderosa, una perspectiva cromática a base de rojos que sobresalen del espectro cromático nos atrapan, una geometría perfecta nos retiene, una corona sobre un rostro femenino nos seduce. Todo es atraído hacia sí. Los rostros ensimismados, concentrados en el acto de la imposición de la corona para resaltar la dignidad y el honor de tal galardón. María, con un rostro ovalado enmarcado por el cabello castaño peinado de nuevo con orden y geometría a ambos lados de la frente y ensalzado por la blancura del velo de desposada, de nariz recta, tez sonrosada, boca menuda y párpados entornados, resume la belleza de la humildad, su suavidad, su dulzura. María es Reina porque es la Madre de Cristo Rey. La primera razón de la Realeza de María es su Maternidad divina, porque al Hijo que concebirá “el Señor Dios le dará el trono de David su padre, y reinará en la casa de Jacob eternamente y su reino no tendrá fin” (Lc 1,32-33). Cristo reina desde la Cruz. Ella está junto a la Cruz de su Hijo, el Redentor (Jn 19,25), no sólo como Madre, sino como Asociada. Junto a Cristo, el Nuevo Adán, está María, como Nueva Eva. En palabras del Papa, “María ha de ser proclamada Reina no sólo por su maternidad divina, sino también por la parte singular que tuvo, por voluntad de Dios, en la obra de nuestra salvación eterna” (n. 14). También María es Reina por su gracia y virtudes y participa del poder de Cristo para dispensar los tesoros del Reino de Dios e interceder maternalmente por todos los hombres. Al recorrer su figura nos elevamos hacia el Padre y el Hijo, sentado a la derecha del Padre. El primero sostiene en mano la bola de cristal imagen del mundo creado; el segundo sostiene el cetro de mando, porque le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. El Espíritu Santo en forma de paloma, tal como apareció en la escena del Bautismo, se sitúa entre ellos, porque es el flujo de amor eterno entre el Dios eterno y el Verbo eterno encarnado y hecho hombre en el seno de María. El arte cristiano cometió la osadía de representar a su Dios porque se hizo hombre, entró en las coordenadas espacio-temporales de la historia de la humanidad, con carne que tocar y rasgos físicos que representar. Después los artistas buscaron una imagen para la Primera de las Personas divinas y encontraron en la Escritura, entre las visiones del profeta Daniel, un anciano de cabellos blancos y trono de llamas de fuego, ante el que sirven miles y miles y ante el que se presenta alguien parecido a un ser humano, al que “dieron poder, honor y reino y todos los pueblos y naciones le servían” (Dn7, 9.13-14). Atrás quedaron los colores terrosos y el tenebrismo caravaggiesco de la etapa sevillana de Velázquez. La huella de su paso por Italia ha hecho que se iluminen los ambientes y se llenen de color vivo e intenso. Es sorprendente cómo con una paleta cromática tan escasa se puede expresar tanto: blancos dispersos por todo el lienzo que animan y divinizan, ocres amarillentos que expresan la glorificación, azules para el manto de María en clara alusión a su Inmaculada Concepción y, sobre todo, el rojo púrpura, propio de príncipes y reyes, tan magistralmente matizado en diferentes tonalidades en mantos y túnicas, para revestir a todas las personas divinas y también a María, porque ha entrado en el ámbito de la divinidad. Estamos ante sencillas formas entre lo humano y lo divino llenas de una indescriptible sensación de paz y misericordia que trasciende más allá de la belleza.