En la historia del arte, y en muchas de las pinturas y esculturas piadosas que ilustran la pasión de Nuestro Señor Jesucristo, la representación de la corona de espinas sobre la cabeza de Jesús, abatida ya por el sufrimiento, más se asemeja, en ocasiones, a un laurel de victoria, que a la burda corona de irrisión y de burla que tejió el desprecio de los sayones, y las espinas, apenas insinuadas sobre la frente dolorida del reo, parece que se posan suavemente sobre sus sienes, como si quisieran sujetar los cabellos del crucificado, enmarañados por el sudor y la sangre reseca de sus heridas, contribuyendo así al ornato idealizado de un dolor, que aunque quiere ser infinito, necesita sujetarse a los cánones estéticos.
Y no me parece mal, no quiero que puedan entenderse mis palabras como una crítica, porque el amor má s acendrado campea generoso en estas obras, y tal parece, que se escurre matizado en cada pincelada que soñó el artista sobre el lienzo desnudo antes de dibujar la espina clavada en la carne, o que acaso, profundiza un surco oscuro de dolor en el barro que modeló la mano virtuosa del imaginero en el paso de Semana Santa, o se esconde clandestino en el golpe preciso del escoplo que descubre el alma secreta del olivo centenario, y en ocasiones, suaviza las aristas que esculpe sobre el mármol el cincel del escultor, cuando hace llorar a la misma piedra de la que brota un Jesús crucificado. No, no pondré yo ningún reparo a la pasión voluptuosa del artista que fue capaz de concebir tantas formas hermosas para explicar el sufrimiento del Redentor, para expresar el acto de amor más sublime que ha existido en la historia de la humanidad.
Ahora, tengo ante mí la estampa del Cristo “blanco” que pintó Velázquez, el de la “corona de espinas radiantes” que cantó don Miguel de Unamuno en su monumental obra poética, y ya sé, que nada importa lo afiladas que pudieran ser las espinas de la zarza que se incrustaron en su frente de dolores, nada cuentan para que podamos reconocer, asombrados y conmovidos, la inmensidad del amor que aflora en el sacrificio del Hijo de Dios.
Pero en este instante, como lo hice ayer delante de un Cristo crucificado, quiero remover de nuevo los cimientos de mi alma con las imágenes de ese mismo dolor, las que abrasaron mis sentidos en unos momentos dulces de contemplación emocionada.
En la capilla solitaria, apenas amanecido, confundido mi corazón en la penumbra que solo disipaba la lucecita roja del sagrario, repasaba los misterios dolorosos del Santo Rosario en oración muda y sosegada, y al hilo de mi rezo, siguiendo los tremendos sucesos de aquel día en Jerusalén, atravesé con la imaginación el tiempo y el espacio, y sentí el chasquido del último latigazo que descarnó la espalda del condenado, en el preciso instante en que el centurión dejó de contar la duración del injusto castigo, y contemplé como recogían del suelo en que yacía, el cuerpo flagelado de Jesús, para exhibirlo como trofeo a la compasión de la chusma vociferante.
Dicen los evangelistas san Mateo, san Marcos y san Juan, que entonces, reunieron en torno a Él a toda la cohorte de la guarnición. ¡Oh Señor, toda una cohorte formada ante aquel despojo humano, dos centurias de soldados para escenificar la parodia más grosera que pueda imaginar la mente humana! Y la fiesta dio comienzo.
“… Le echaron encima una clámide de púrpura”, y las risas de la soldadesca ya eran estruendosas, mientras la sangre de sus heridas resbalaba por sus piernas y teñía de rojo las baldosas del pretorio.
“… Y tejiendo una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza, y en la mano una caña…”. ¡Dios mío!, que algarabía, los centuriones eran incapaces de controlar a sus soldados, los gritos de júbilo arreciaron, no había muchas oportunidades en Jerusalén para divertirse tanto con un rey deshonrado.
“…Y doblando ante Él la rodilla, se burlaban diciendo: ¡Salve, rey de los judíos…”. ¡Cuanta bajeza ante la debilidad extrema del reo! Y los soldados que lo rodeaban imitaban la reverencia y reían la gracia, mientras que otros, con gestos teatrales, desenvainaban las espadas para rendir armas ante la majestad ultrajada, y aumentar así la diversión.
“…Y escupiéndole, tomaban la caña y le herían con ella la cabeza.” Ya están en el paroxismo de lo más grotesco de la escena. Los soldados rivalizan por ser el más audaz o el más grosero, también le dan bofetadas. Jesús se mantiene en pie a duras penas, y para afinar mejor la puntería, le escupen desde cerca babeándole en la cara, llueven los golpes en su rostro, los que le propinan en la cabeza con el cetro de caña, ahondan las heridas de las espinas de la corona de irrisión que se han clavado en el cuero cabelludo.
“Después de haberse divertido con Él, le quitaron la clámide, le pusieron sus vestidos, y le llevaron a crucificar”. Fin del episodio.
Pero lo dejaron con el signo de la realeza y el oprobio, no le quitaron la corona de espinas para llevarlo a crucificar. Y no era la corona de plata o de oro que se talla o se pinta por los artistas, exquisita obra de orfebrería, simétrica en sus formas, con las espinas a tramos regulares, ni tenía forma de anillo o diadema para resistir, bien ajustada en la cabeza, los vaivenes de la cruz cargada sobre sus hombros y el rito cruento de la crucifixión. No era ninguna de esas coronas.
Era un casco burdamente trenzado, que más parecía una mitra, ejecutado precipitadamente por un soldado que tenía mucha prisa, pues no quería perderse la juerga de allí dentro, y que recogió al azar las ramas espinosas que nacían junto al muro del cuartel, prefiriendo las de espinas más aguzadas y tallos más resistentes, y que sin detenerse demasiado, las envolvió y enlazó como pudo tratando de darles forma de corona, arañándose los dedos y los brazos mientras realizaba tan burdas maniobras. Consiguió cerrarla en círculo con alguna atadura de cuerda, y trató que las espinas quedaran para dentro, para que se clavaran mejor en la cabeza del condenado, y bien que lo consiguió, pues fueron más de cincuenta las que se contaron luego en la cabeza y las sienes de Jesús, y aunque algunas ramas se salían del conjunto, no había tiempo para más, y pudo recortar las más rebeldes con la espada. Y se fue corriendo hasta el pretorio para ceñirle la corona al reo, sin miramientos, ajustándola bien para que no se le cayera, y ya en esta labor de aderezo del tocado miserable, entre risas y chanzas, le ayudaron los compañeros de aquel macabro cortejo.
El resultado fue espantoso. Ninguna majestad en el atavío, ninguna armonía en el acabado, solo la afrenta dolorosa que se buscaba para aquel judío maldito de los hombres, que empapó de sangre inocente y preciosa, la púrpura del manto que le habían prestado para la ocasión.
Dicen los expertos que han estudiado la Sábana Santa, que tal fue la corona que Jesús soportó sobre su cabeza en el camino hasta el Calvario, y después, en el suplicio de la crucifixión, levantado en la Cruz salvadora.
Triste aderezo para cargar con el madero, que en su contacto obligado con la corona, por el mero vaivén del cuerpo físicamente derrotado, se holgaría de modo irremediable en la profundización de las heridas causadas por los abrojos clavados en las zonas más sensibles del cuerpo del reo, haciendo insoportable el viaje lento hasta la Cruz. Y después, ya crucificado, ¡Oh, Señor!, ¿Dónde te pudiste reclinar para tomar resuello? ¿Dónde, que no se abriesen de nuevo las heridas de tantas espinas hincadas en tu frente, en tus sienes, y en todas las partes de tu cabeza? Un dolor agudo en cada paso que dabas, un vahído de abandono en cada latido del corazón, un temblor en cada palabra que pronunciaste desde la cruz, un sudor frío en cada pulso vital de tus venas, para que nada quedase al azar a la hora del sufrimiento infinito, para que también fueran infinitos, los méritos alcanzados en cumplimiento de la voluntad del Padre.
Y cuando entregaste el Espíritu con el último grito que hendió las piedras del monte, y tu cabeza cayó sobre un pecho sin aire, y tus miembros traspasados se aflojaron sin la tensión de la vida, aquella corona que representaba el odio de los hombres, siguió firme sobre tu cabeza, y la sangre, que aún manaba fresca de las heridas, colmada de amor, se coaguló sobre tus llagas.
Fueron por fin los desclavadores, los que te quitaron la corona al bajarte de la cruz del suplicio. Tarea difícil y delicada, para no desgarrar más la carne al extraer las espinas, y poder ungir tu cuerpo con la mirra y el aloe. Ya antes, proféticamente, María, la hermana de Lázaro, lo había hecho en su casa, con Jesús y los discípulos a la mesa, con una libra de nardo legítimo y muy caro, que ella tenía guardado para su sepultura.
Debió de ser así. Todo eso ocurrió antes de que María Santísima, su Madre, lo acogiera en su regazo, el cuerpo exangüe, ajena ya la carne torturada al dolor de los tormentos y a las injurias proferidas, y antes de que la muerte fuera también vencida por el Único Señor de la Vida.
Se encendieron las luces, abrí los ojos, y sentí las voces susurradas de los que llegaban al oratorio para iniciar la tanda de ejercicios espirituales. Salí de mis meditaciones y levanté los ojos hacia el Cristo crucificado que tenía delante.
La imagen de Jesús, no tenía corona.