«En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?”. Él le dijo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser». Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas”». (Mt 22,34-40)
Los fariseos, igual que antes les había pasado a los saduceos, preguntan a Jesús con corazón torcido; no para buscar la verdad, sino para pillarlo en contradicción y, así, poderse reafirmar en sus egoísmos, criticarlo, desprestigiarlo y, en definitiva, hacer su propia voluntad sin tener en cuenta cuál sea la voluntad de Dios para ellos.
Esta actitud no está lejos de nosotros. En efecto, hay personas que buscan la justificación de sus actitudes morales yendo de confesor en confesor hasta encontrar a alguno que “le dé la razón” y le permita seguir en sus errores, “con la conciencia tranquila”.
También es corriente justificar la falta de amor al prójimo, la envidia, el rencor y el juicio inmisericorde y constante hacia los demás, poniendo como excusa el que “todavía Dios no me exige eso; no soy un santo”.
La pregunta de los fariseos, en vez de valer para poner en evidencia a Jesús, le sirve para marcar tajantemente, con toda claridad y sencillez la norma que cada persona debe seguir para vivir en paz, ser feliz y encaminarse hacia su propia salvación, contribuyendo también a la de sus prójimos.
Dios, que nos ha creado con un amor infinito a su imagen y semejanza, sabe que en anteponer el amor hacia Él a todo lo demás, y en amar a cualquier prójimo como a nosotros mismos, está la clave de la felicidad eterna. Sin embargo, nuestra naturaleza, viciada por el engaño al que nos sometió Satanás, aprovechando la libertad con que fuimos creados y un engreimiento suicida de nuestros primeros padres, nos lleva constantemente a buscar la ansiada plenitud en actitudes contrarias a la propuesta por Jesucristo.
No hay nadie que no desee ser feliz y, en ese empeño, pasamos la vida buscando la manera de conseguirlo. Todo lo que la gente hace es con la esperanza, a veces inconsciente, de ser reconocido, admirado, estimado, respetado; en definitiva, amado por los demás. Pero esa búsqueda de sobresalir choca con el mismo deseo sentido por las demás personas, lo cual produce rivalidades, competencias, incompatibilidades que desembocan en envidias, odios, rencores o servilismos, sentimientos de frustración, y una real insatisfacción constante, cualquiera que sea la meta alcanzada. El corazón del hombre no lo puede saciar más que Dios y, eso, no se conseguirá en este mundo.
Las personas que han llegado a creer y a poner en práctica la propuesta de Jesucristo son las que realmente han acertado, pues viven para los demás y en su donación se encuentran con la felicidad que produce el sentirse amado por Dios.
Como alguien dijo: “Si los pillos supieran los beneficios que se consiguen siendo buena persona, por pillería, serían buenos”.
Juan José Guerrero