En aquel tiempo, Jesús dejó a la gente y se fue a casa.
Los discípulos se le acercaron a decirle: «Acláranos la parábola de la cizaña en el campo.»
Él les contestó: «El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será al fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga» (San Mateo 13, 36-43).
COMENTARIO
Hoy Jesús nos da la interpretación de la parábola del trigo y la cizaña, que vimos el sábado pasado. Huelga, pues, intentar otra interpretación de la misma, pero sí conviene contemplarla en el contexto de la Iglesia de hoy. Porque este texto se refiere a la Iglesia de todos los tiempos. Pero quizá, especialmente, a la de este tiempo.
En la Iglesia actual hay, como hubo siempre, trigo y cizaña. No debemos escandalizarnos de ello, pues forma parte del designio salvífico de Dios, como veremos más adelante.
En el Concilio Vaticano II, el Espíritu Santo sembró trigo limpio, por obra de los Padres Conciliares. Asimismo lo han sembrado los últimos Papas, a partir de este acontecimiento. ¿A qué trigo nos referimos? Al Evangelio actualizado y puesto al alcance del hombre de hoy; a la Palabra entendida como autorrevelación de Dios al hombre; a una liturgia al alcance de toda cultura y sociedad; a la idea de servicio a la humanidad que adquiere la Iglesia de sí misma y al mirarse en el espejo de Cristo.
Todo ello es trigo limpio. Los Padres esperaban una gran cosecha, un renacer del pueblo cristiano, una primavera espiritual en el mundo. ¿Y qué hubo? Lo sabemos: divisiones a todos los niveles; abusos de todo tipo en la aplicación de decretos y constituciones; desobediencia y crítica exacerbada a la jerarquía; deserciones masivas en el clero; escándalos inauditos en quienes tenían el mandato de pastorear al pueblo cristiano; descomunión, teologías heréticas, rebeldía abierta en nombre de la libertad cristiana.
¿Quién sembró toda esa cizaña? Los Papas lo han identificado claramente: el enemigo, Satanás.
Ciertamente, también ha nacido mucho buen trigo: Testimonios heroicos de fidelidad a Cristo hasta la muerte; nuevos movimientos y realidades eclesiales, nacidos al calor del Concilio; nueva evangelización, protagonizada por familias misioneras; un nuevo tipo de sacerdote: humilde, nada clerical, obediente, desinstalado, enraizado en su parroquia, pero misionero también. Están ahí, entre nosotros, aunque no los veamos.
¿Por qué Dios, en su infinita sabiduría, deja crecer juntos al trigo y a la cizaña? He aquí el punto clave de la parábola ¿Por qué en la Iglesia han de convivir y en armonía, la fidelidad y la rebeldía, el trigo y la cizaña?
La cizaña, mientras crece junto al trigo, no se distingue de éste. Así ocurre en la Iglesia: sólo Dios conoce los ocultos designios del corazón humano, las intenciones profundas que cada uno llevamos dentro. Los demás no podemos juzgarlas.
Al final, el árbol se conocerá por su fruto, y lo que es trigo, por el grano que porta la espiga. Así cada cristiano, así cada comunidad: El fruto de la buena semilla es el crecimiento de la Iglesia, es la luz para los alejados.
El de la cizaña es la división, el escándalo y el desconcierto en quienes presencian este triste espectáculo.