«En aquel tiempo, se acercó uno a Jesús y le preguntó: “Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna?”. Jesús le contestó: “¿Por qué me preguntas qué es bueno? Uno solo es Bueno. Mira, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos”. Él le preguntó: “¿Cuáles?”. Jesús le contestó: “No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo”. El muchacho le dijo: “Todo eso lo he cumplido. ¿Qué me falta?”. Jesús le contestó: “Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo— y luego vente conmigo”. Al oír esto, el joven se fue triste, porque era rico». (Mt 19,16-22)
Un joven, no se sabe si por arrogancia o por verdadero deseo de ser santo, le pide a Jesús qué hay que hacer para conseguir el doctorado en Cielo, la medalla de oro, el “top one” o como se prefiera llamar… Quiere saber qué es lo que hay que hacer para alcanzar la cima espiritual. Es él el que lo reclama y no es Jesús el que se lo ha pedido primero. Esto es importante porque en estas cosas de la vocación, jugar a ser el mejor, como el que busca un alto cargo o un preciado trofeo, no sirve para nada.
Parece, por el diálogo con el Señor, que el joven tiene ya los cursos preliminares del doctorado: no mataba, no robaba, no cometía adulterio, no mentía, etc. Y Jesús le da la solución clara y cruda a su pregunta sobre el ranking: “Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo— y luego vente conmigo”. La actitud del joven la conocemos: “Al oír esto, el joven se fue…”. Pero no solo se fue, sino que dice el evangelista que se fue “triste” y encima explica la razón: “porque era rico”.
Jesús nos dice con crudeza el camino de la perfección en su seguimiento, el que hacen los sacerdotes, religiosos y cualquier persona consagrada a Dios cuando escuchan la llamada de la vocación: dejarlo todo y seguirle. Lo material no importa nada si no es para alcanzar lo espiritual. Lo material por sí mismo no es ni bueno ni malo, solo es un medio que nos puede ayudar a llegar al cielo, pero nunca impedírnoslo, como le ocurría a ese joven, que se fue triste, después de explicarle el camino para ir precisamente al sitio al que él decía querer ir.
¿Y nosotros? Cuando las exigencias del Evangelio y la vida espiritual nos piden renuncias, ¿nos ponemos también tristes? Es evidente que al joven que Dios le llama al sacerdocio, cuando tiene que dejarlo todo, al margen de las emociones, lo hace con naturalidad y con alegría. Sabe lo que quiere y cómo alcanzarlo. Si ante una supuesta vocación un joven se pone triste por tener que dejar sus estudios, su casita, su familia, etc. resulta claro que no es una sana vocación. A Dios se va con una sonrisa, además es Él el que nos la pone en los labios y es una sonrisa de agradecimiento por la propia llamada.
Yo he conocido el caso de una joven, guapa, médico, con trabajo, en pleno periodo formativo de su especialización como pediatra y de familia muy acomodada, que ante una llamada del Señor lo dejó todo de un día para otro, se despidió de sus compañeros, donó su sueldo del mes y los previos, dejó a su familia y su acomodada vida y entró en un convento de carmelitas. No entró triste sino con una amplia sonrisa y sintiéndose una afortunada por haber sido invitada a dejarlo todo por seguir a Cristo.
La tristeza en un indicador bueno del grado de autenticidad con el que seguimos a Dios. Cristianos tristes son cristianos que se lamentan porque su religión les quita de disfrutar de las cosas de la vida material y que no captan dónde está la verdadera riqueza.
Lo más profundo de este pasaje del Evangelio es que no es Cristo el que busca al joven, sino el joven a Él y el que le pide más. Probablemente por eso se trunca el seguimiento. Caminamos en la senda de la fe y cuando crecemos notamos que tenemos que hacer más y eso implica renuncia de uno mismo, de nuestras cosas y planes. Ese paso adelante no lo da el hombre por sentirse fuerte o capaz; esa barrera la traspasa el Señor con una llamada que es evidente que el joven rico no recibió, porque la hizo él desde otra óptica diferente a los planes de Dios. Quizá el orgullo, la ambición espiritual, la autocomplacencia…
Cuando Dios llama no se puede sentir tristeza por dejar las cosas y seguirle, sino alegría. Todo es superfluo comparado con el Cielo. Ninguna riqueza material llena tanto como el mismo Dios. Esto solo lo pueden explicar, o al menos intentarlo, aquellos que dieron ese paso y dijeron sí ante su llamada a la perfección evangélica. Ninguno se fue triste “porque era muy rico”. Siguieron a Cristo porque precisamente en ese camino encontraron la verdadera riqueza.
Jerónimo Barrio