“Y sonó la flauta por casualidad”. No, no voy a reproducir los versos de la fábula de nuestro Tomás Iriarte sobre el burro flautista. (*)
Conocí a Stephen Hawking hace unos veinte años pronunciando una conferencia en Madrid, en el campus de la Ciudad Universitaria de la Complutense. Ciertamente me impactó mucho su aspecto físico —esclerosis lateral amiotrófica (ELA)—, su cuerpo contrahecho, el sistema informático que le prestaba voz electrónica, su silla de ruedas con todos aquellos artilugios electromecánicos, la mueca de su rostro… En fin, una situación que, como contraste, hacía resaltar mucho más la agudeza de aquel cerebro físico dedicado a la ciencia que allá dentro se escondía y esconde: “aquello” sí que era y es una mente pensante.
Por aquel entonces, hacía otros 20 años largos que yo me había pelado las pestañas tratando de desentrañar, durante un lustro, asuntos relativos al tiempo, tema que me había fascinado y siempre me tiene intrigado. Todavía él no había publicado su libro sobre el tiempo, que fue un “best-seller” al final de la década de los ochenta, y que añadió más “combustible” a mis preguntas e interrogantes. Bien es verdad que yo iba por otros rieles (los de la Teología de la Historia, los de la Historia de la Salvación y los de Cristo Centro del tiempo), que no coincidían con aquellos otros que hablan del tiempo y espacio finitos, pero sin bordes, lo cual apunta un componente eterno…
del azar a la casualidad pasando por la nada
No seré yo quien trate de restarle méritos a sus teorías, especulaciones y publicaciones, que han merecido el reconocimiento de la comunidad científica en general: no hay que olvidar que incluso es miembro de la Academia Pontificia de las Ciencias y que, entre sus numerosas distinciones, cuenta con una docena de doctorados “honoris causa”.
El caso es que este más que ilustre profesor acaba de sacar a la luz otro libro “The gran design”, que ha levantado un gran revuelo por las afirmaciones que —parece— contiene. (Conviene hacer esta salvedad del “parece”, porque poco se sabe aún con certeza de lo que dice el libro, ya que sólo la prensa ha aireado ciertas conjeturas, que podrían dejar estupefacto al mismo Einstein). La novedad es que, según las leyes físicas, el universo salió de la nada “por casualidad” (como en la fábula del burro flautista), por lo que Dios es innecesario (algo que chocaría frontalmente con los requisitos de la simple Teodicea o del simple sentido común y, por ende, no existe.
La prensa e Internet han salido al paso, a favor y en contra. Está claro que aquellos a quienes Dios les estorba en sus vidas, han encontrado un nuevo faro de Alejandría que ilumina todas las aguas tenebrosas del mundo y, al rebufo de un científico, cierta y meritoriamente de prestigio, han dado con el quid para resolver sus problemas o el fulcro inapelable que sustenta definitivamente el ateísmo.
Pero el error sería tan de bulto que uno no acaba de explicarse cómo una cosa tan elemental ha encontrado alguna neurona libre en su agudísimo cerebro que acoja tal contradicción: ¿Qué leyes físicas puede haber antes de que exista el universo?
¡Qué empeño tan testarudo tienen algunos científicos en sacar algo de la nada y, en vez de atribuirlo al Creador, persisten en instaurar la casualidad (como en la fábula del burro flautista).
Estoy seguro de que, además de lo que ya se ha escrito y se sigue escribiendo sobre el tema, tanto en la prensa, como en revistas especializadas y en la Red, no faltarán otros sesudos escritos que sigan removiendo las aguas, a favor y en contra.
Ya Monod se puso el birrete de doctor de la casualidad, en su obra “El azar y la necesidad” (1970): todo procede del azar. Claro que aseverar algo así, con esa afirmación de carácter universal, se contradice frontalmente con lo que se quiere sostener, pues esa misma proposición sería fruto del azar, iniciándose así una cadena infinita en donde nunca aparece el azar fundamental que sostiene a los demás.
¿puede la incertidumbre científica certificar que Dios no existe?
Los matemáticos se pierden en cifras impensables cuando, con un ejemplo, aplicando la teoría del cálculo de probabilidades, pretenden saber cuántas veces habría que tirar una moneda al aire para que caiga de canto. Pero es que aquí contamos previamente con algunos factores imprescindibles: la ley de la gravedad, la moneda, el aire que opone resistencia y alguien o algo que la tire hacia arriba…: alguna vez puede venir alguna rafaguita de viento que haga que, según baje la moneda, se quede quietecita de perfil, algo parecido a lo que ocurre en nuestra fábula, donde un resoplido del burro hizo sonar la flauta por casualidad.
Pero es que en la supuesta doctrina de Hawking no hay nada de nada antes de todo lo que existe en el universo, y se queda tan ancho diciendo que es fruto del azar o la casualidad, lo que no deja de ser una afrenta a la razón. Y dar el paso posterior, es decir, pasar del campo científico al de la teología para concluir que la hipótesis sobre la existencia de Dios no tiene cabida, no es necesaria, y que, por tanto, Dios no existe, aparte de ser un fraude mental y un chantaje a la propia Ciencia, es lo que se llama “exagerar”, que, etimológicamente, quiere decir eso, “ex-ager”, arar saliéndose del propio campo para meterse por andurriales y terrenos que no le pertenecen: es un campo ajeno. Nuestras abuelas lo decían con mucha simpleza, tanta como con enorme claridad: “no hay que meterse en camisas de once varas”. El error de muchos científicos radica en su pretensión de llegar, con el método de la ciencia, a verdades metafísicas y teológicas: ni valen los mismos parámetros, ni valen los mismos criterios.
Confieso que cuando aquella vez vi personalmente a Stephen Hawking, su estado físico no me produjo ninguna compasión; todo lo contrario: suscitó en mí una gran admiración; admiración que ahora se ha convertido en superlativa, si está diciendo lo que parece: antes de la nada, había unas leyes que regirían el universo, que salió él solito de la nada por casualidad, algo mucho más difícil de explicar el sonido armónico de la flauta, pues en este caso había, al menos, un burro que sopló.
Esto sí que me produce esa admiración, la de preguntarme cómo es posible que un profesor tan agudo y eminente, que un científico tan indiscutible, se pueda volver tan discutible y romo, lo que ahora si suscita en mí una cierta compasión de índole intelectual. Da pie para pensar que él y sus teloneros se habrán quedado supersatisfechos con sus conclusiones —aunque siempre cabe la sospecha de que poner en el ventilador una afirmación “científica” de que Dios no existe puede vender muchos libros o, cuando menos, ganar muchos adeptos—, y que todos estarán muy contentos de haberse conocido, que es lo que, con esa sorna típicamente hispana —tan lejana del mundo anglosajón de Hawking—, dice Iriarte en nuestra fábula cuando el protagonista exclama “¡qué bien sé tocar!”, después de que la flauta sonara por casualidad.
* Es de esperar que nadie piense que aquí se hace una comparación con el protagonista de esta fábula y el prestigioso científico Hawking. Se trata de una metáfora de ideas contrapuestas, no de personas. Hawking me merece un gran respeto y admiración.