Cada vez me asombro más sobre cómo vive mucha gente. Muertos de miedo.
Ese miedo agarrota, e impide hacer lo que uno quisiera, y cree justo.
Miedo a no poder pagar la hipoteca, miedo a tener otro hijo y no poder mantenerlo, miedo a quedarme sin trabajo, miedo a que no me quieran o me rechacen, miedo a no aprobar los exámenes, miedo, miedo, miedo…
Hay veces que cuando cuento lo de nuestros nueve hijos, la respuesta inmediata es: “Qué valiente, yo podría haber tenido algún hijo más, pero no me atreví…”.
Pero si Dios Padre está conmigo, ¿de qué tengo miedo?.
Detrás del miedo está el Príncipe de la Mentira, Satanás.
Hace poco leí un libro que hablaba sobre la Casa del Amor y la Casa del miedo. Decía el autor (Henry J. M. Nowmen, Signos de Vida, Edit. PPC) que vivimos permanentemente en la casa del miedo.
Todo son temores, incluso por cosas que ni siquiera han pasado en nuestra vida. Y que quizás no lleguen a pasar nunca. Pero que condicionan nuestras decisiones.
Buscad el Reino de Dios y su Justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura, dice Cristo. ¿Y qué hago yo? Parapetarme en mis seguridades y tratar de solventar mi vida en mis únicas y exclusivas fuerzas. Cerrándome el cielo.
Tememos porque no tenemos fe, porque no confiamos, porque nos da miedo hasta respirar a pleno pulmón. Y así, vivimos aprisionados, esclavizados por las cosas, a veces esclavizados por relaciones humanas destructoras, protegiéndonos de todo y de todos, sin arriesgar nada y sin Vivir realmente, acogotados por sufrimientos reales e imaginarios.
Una pena.
Y el Señor viene a quitar esos miedos. Los miedos no son de Dios.
Me acuerdo ahora de un viernes santo, hace unos años, donde vi realmente la providencia de Dios. En una cosa concreta, sencilla, pero que para mí supuso un signo evidente de que Dios me ama, y se ocupa de mí (y de mi familia).
Como decía, era viernes santo, y la nevera vacía, yo diría que hasta «con telarañas».
Casi a fin de mes, tirábamos ya de las últimas existencias, esto, unido a la falta de previsión que nos suele caracterizar a José Manuel y a mí misma, supuso encontrarnos a la hora de la merienda, con siete niños, y dos cartones de leche. Ni más ni menos.
Las tiendas, cerradas.
Estaba yo dándole vueltas a esta situación, intranquila ya, cuando llaman a la puerta. Abro, y veo a un vecino de la casa (al que conocía de decirle «hola» y «adiós» en la escalera, después supe que se llamaba Juan), con una bolsa grande de El Corte Inglés.
-«Les he hecho un bizcocho a los niños», me dijo, «para que merienden».
Sorprendente.
Naturalmente le di las gracias. Y cuando se fue, sentí un gozo enorme, una alegría indescriptible, porque había visto palpablemente, que el Señor se ocupa de nosotros, hasta en estos detalles.
El miedo no es de Dios. De Dios es la alegría, y la Paz, y la certeza de que todo está en su sitio, que todo está bien hecho.
Incluso los sufrimientos tienen su sentido, si los ponemos bajo la lente de Dios, que permite el mal, intencionado o no, para mi conversión y la tuya. La vuelta al Padre.
El dolor me hace reconocerme frágil y necesitado. Yo no soy Dios. Tú eres el Dador de Vida.
«Mirad los lirios del campo… cómo crecen; no se fatigan, ni hilan.
Pero yo os digo: Ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos.
Pues si mi Padre viste así a lo que hoy es, y mañana no es, ¿qué no hará por vosotros, hombres de poca fe?»
Por eso arriesgar, fiarse -claro está, después de saber qué es lo que Dios quiere de ti, y eso sólo se sabe con oración- abandonarse en Su voluntad, es elemento necesario para que nuestras vidas, mi vida en concreto, cambie.
Sólo así pasaré de la casa del miedo a la casa de mi Padre.