En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó e iba atravesando la ciudad.
En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí.
Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo:
«Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa».
Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo:
«Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador».
Pero Zaqueo, de pie, y dijo al Señor:
«Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más».
Jesús le dijo:
«Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido». (Lc 19, 1-10)
La “ciudad” se ha convertido en categoría clave para entender nuestra cultura hodierna, con su constelación de bondades y males que nos alegran y afligen, a la vez.
La eterna cuestión “Dios” hoy se modula en la expresión “Ciudadano Dios”, tanto dogmática como pastoralmente. Desde la Encarnación, la piedra angular de nuestro edificio “urbano” es que Dios es conciudadano nuestro: ha puesto su casa entre las nuestras.
Si Dios se buscó una morada en la ciudad humana, esto significa una inteligencia de Dios mucho más allá de las abstracciones filosóficas o los deseos emotivistas e ilusorios. Es decir, Jesús de Nazaret, su Hijo, busca por las calles a quienes reclaman una respuesta auténtica a la “cuestión”. Y, una vez encontrados, entra en sus casas, de propio intento porque es necesario. Hablamos de casa de pecadores: la de Zaqueo era la de un gran pecador. Zaqueo es la evidencia de que con el pecado de por medio no hay “bienestar” que valga en nuestros pueblos, megalópolis o Estados.
Sorprende el “caso Zaqueo”: nada de artificios ni grandes espectáculos: la sola presencia de Jesús le lleva a la verdad y a devolver lo que no es suyo, sino robado. La acogida de Dios cambia la vida y la Ciudad. Es cosa de pensárselo bien y consolidar en el corazón una respuesta afirmativa, como la de María, madre de Jesús.