El misionero Christopher Hartley escribe esta carta “con el corazón roto de la pena, para ser voz de tantos cuya voz nadie escucha.”
“En Gode y en la región somalí de Etiopía, hace ya un año y medio que no ha caído ni una gota de lluvia. Aquí todo se está muriendo. Es dramático ver a las gentes llegar al hospitalucho de Gode, por cualquier medio de transporte, incluido carretas tiradas por burros, con pacientes escuálidos y moribundos.
En estos momentos Gode está siendo arrasado por una espantosa epidemia de cólera. Las gentes llegan en el último aliento y a veces mueren a los pocos minutos en manos de médicos impotentes ante la magnitud de la tragedia. Cada mañana cuando salgo de casa, antes del amanecer, para celebrar la santa Eucaristía, veo como aumenta el ganado muerto a la orilla del camino, vacas, cabras, ovejas… El hedor es espantoso y el espectáculo tristísimo. Pronto supimos que el problema radicaba en que, por la desesperación de llevar agua en camiones a los poblados más lejanos, algunas ONGs habían cogido agua de una presa cercana a la ciudad de Hargele (Afder), que estaba completamente contaminada y podrida. La ONG en concreto era la Islamic Relief Service. Son 230 kilómetros de terrible carretera. Antes de las 10 de la mañana ya estaba en el hospital de la ciudad. Me reuní con el director médico e hice entrega de las medicinas. Fue tristísimo oír este hombre, Abdisalem Mohamed, contar la tragedia de todos esos cientos de personas que llegaban a diario infectados de tifus en grado terminal.
En estos días en que toda la Iglesia, como esposa fiel de Jesucristo, acompaña su vía crucis por las incontables vías dolorosas de este mundo, no es difícil reconocer el rostro de la pasión de Cristo en los pequeños cuerpos macerados de estos chiquillos. Por el camino vimos muchos animales que habían muerto de sed e inanición. La gente nos decía: ‘Abba (padre) cuando aquí hasta los camellos se mueren de sed es que a nosotros no nos queda mucho de vida’. Había dos muchachos muy jóvenes con una bata blanca raída de enfermeros. Les pregunté por los síntomas: ‘¿tienen fiebre?’, inquirí; uno agachó la cabeza, avergonzado, y me respondió: ‘no sabemos porque no tenemos termómetro’.
Al desandar el sendero de los poblados hacia Hargele, de la nada, de detrás de los arbustos, venían corriendo detrás de nuestro vehículo, niños que nos gritaban con la desesperación escrita en el rostro: ‘biyo, biyo, biyo (agua en somalí)’. Las medicinas que más nos hacen falta son: Ceftriaxone IV, Gentamicin IV, Ringer lactate, DNS, Normal saline, Glucose 40%, Oral amoxicillin, Ciprofloxacin, Levofloxacin, Norfloxacin, Co-trimoxazole, Ibuprofen syrup, Paracetamol syrup, Amoxicillin syrup. Necesitaríamos fondos para pagar el combustible de los vehículos nuestros que van y vienen a las zonas de emergencia y, por último, fondos para comprar alimentos de primera necesidad.
En el camino de vuelta, pensaba, emocionado, en medio de tanto horror como había visto ese día, que era la primera vez que estas gentes habían visto el rostro de la caridad, por la presencia de un sacerdote católico. Era la primera vez en la historia que la Iglesia Católica llegaba a la zona somalí del Afder. Y daba gracias a Dios que, como dice San Pablo: ‘Se fio de mí y me confió este ministerio’.
Volví a casa muerto de cansancio y roto de la pena por lo que mis ojos habían visto. Desde el instante mismo en que llegué de nuevo a la misión, no he parado de darle vueltas a lo que se puede y debe hacer como Iglesia de Jesucristo que somos; testigos del amor misericordioso de Dios, que es Padre y ama a cada una de estas personas.
Os ruego por el amor de Dios que hagáis cuanto podáis por ayudarnos. Toda ayuda, por pequeña o aparentemente insignificante que os parezca, puede ayudar a salvar una vida. La Iglesia, como Nuestra Señora Santa María, camina siempre junto a su Hijo que en la vida dolorosa de estos polvorientos senderos cae y se levanta una y otra vez. Unas veces tiene cosas que dar, otras, tiene las manos vacías (¡si lo sabré yo!), pero llenas o vacías las manos, la Iglesia caminara siempre en cada misionero, adherida como madre y esposa, al cuerpo crucificado de su Hijo, en los hombres nuestros hermanos.
Cada día en cada Santa Misa ofrezco en la patena y el cáliz, la muerte y la vida de estas pobres gentes. En esa misma oblación y ofrenda os ofrezco a todos vosotros que con vuestra caridad vestís con nosotros al desnudo, dais de beber al sediento y de comer al hambriento. ¡Por amor de Dios ayudadnos cuanto podáis! Ante el Sagrario de la misión por todos oramos y con Nuestra Señora, Reina de la Misiones pedimos que a todos nos acoja bajo su bendito manto.
A todos os deseamos una Cuaresma en que se nos rasgue el corazón, para que demos frutos de conversión, compartiendo con los pobres tanto como a todos nos sobra”. Christopher Hartley.
Juan Ignacio Echegaray