Comenzar de nuevo en la vida es difícil, pero en la experiencia del amor es posible un nuevo inicio. Aquellos esposos de Caná juntaron su inicio con el inicio de la vida pública del Señor. Y fue allí donde la falta de vino motivó el interés de la Madre y de Jesús. Y de ese interés viene el primer signo. Jesús sorprende al acercarse a lo más nuestro. Este pasar de agua a vino, y vino excelente, es signo de muchas transformaciones que ocurren en el matrimonio: de pulsión a afecto, de afecto a don, de interés propio a interés común, de mío a nuestro, de yo a nosotros, de “eros” a “ágape”, ofreciendo el amor mejor: la caridad conyugal.
la lógica del don
“Si conocieras el don…” (Jn 4, 10) fue la respuesta de Jesús en Samaria a aquella mujer sedienta que había vivido diversas experiencias del amor. Fueron cinco los hombres con los que había compartido vida y el sexto no era siquiera marido. En cada amor latía la promesa de una plenitud. Ella trataba de conjugar el verbo dar; daba su tiempo, su cariño, su interés. Pero, al no darlo todo ni recibirlo todo de aquellos hombres, la cosa acababa en un prestarse, incluso en un usarse. Y así la esperanza se marchitó a lo largo del camino, como un hechizo que pierde su magia. Y precisamente eso le terminó por parecer el amor un sortilegio fatal, que seduce y atrae, para luego desvanecerse engañoso.
Así lo expresó el Papa Benedicto XVI: “En el desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor” (“Deus caritas est”, 17).
Lo que aquella mujer y en general todo hombre busca es eso precisamente, la totalidad de un amor. Comienza con una chispa, pero pide un todo. Cierto que el romanticismo descubrió la belleza del sentimiento, pero ese sentimiento apunta a algo más grande de la experiencia que ofrece, porque apunta a un don mayor.
“Si conocieras el don…”. Ésta es la respuesta de Jesús a todo enamorado. Lo que el deseo busca es un don, recibido y entregado. Por eso es necesario aprender a conjugar el verbo “donar”. Éste no consiste simplemente en “dar cosas”. La donación nace de un amor, y amor verdadero: por eso, en lo que se regala, uno se dona a sí mismo en la totalidad de lo que es.
Desde luego, “donar” no se confunde con “prestar”, porque el que se dona lo hace para siempre. Verbo singular, sólo puede conjugarse a dúo, esto es, unido al verbo “acoger”. Y es que donarse implica recibir el don del otro, hospedar al otro en sí mismo para fundar un hogar común. Todo lo que somos: pasado y futuro, debilidad y fuerza, promesa y fecundidad… Todo ello es parte del donar y del acoger. Solo así la vida se convierte entera en un regalo, y los amantes se abren al agradecimiento, ahondando en la intimidad que los une.
Jesús abre la posibilidad de vivir en la lógica del don, tan distinta a la lógica de la necesidad. Solamente así podría esta mujer encontrar la verdad de su deseo; que sus aguas la propulsaran, junto a la persona amada y saliendo de su pequeño mundo, hasta el océano de horizontes infinitos. Su amor se viviría entonces “en Espíritu y verdad”
amor que crea
La verdad del amor requiere la totalidad del don. Y el don requiere la madurez del corazón, un saber juntar afecto y razón, pasión e inteligencia. Entonces se convierte en un verdadero arte, el arte de amar. Como todo arte, el del amor se basa en una cualidad del artista. Al modo como el escultor tiene una visión de la figura en el mármol y sabe dónde poner el cincel y con qué fuerza golpear, así también quien ama posee una visión y sabe qué acción es precisa y cómo construirla. Pues bien, el arte de amar tiene un nombre: virtud. Y entre todas las virtudes, porque todas son parte del amor, la que le da excelencia es la de la castidad.
La castidad es esa coordinación o armonía que se da primero en el sujeto mismo y, después, en compenetración con la persona amada. Se hace así posible una nueva espontaneidad, una connaturalidad con el otro, que lleva a una alegría compartida. La pulsión y el deseo se dejan plasmar ahora por la inteligencia y el don de sí, humanizándose y llenándose de sentido. La castidad es, por eso, la virtud de los amantes.
Curiosamente, castidad en ruso se dice zelomudrie que significa “sabiduría integral”. Sí, quien posee esta virtud tiene una sabiduría nueva, conoce de una forma mucho más profunda y global lo que está en juego. Además, la persona casta es de una belleza singular: su rostro refleja un resplandor siempre fresco. La castidad hace posible que el cuerpo se haga transparente y haga ver el corazón.
Pero el “nosotros” del amor nos descubre todavía un misterio mayor. Pues es un nosotros capaz de acoger nuevas personas dentro de la plenitud que se vive. En efecto, los esposos participan de una cualidad única del amor de Dios, que, porque ama, crea. Así, los cónyuges aman a sus hijos antes de que existan y, porque los aman, los engendran. Por eso, el amor de los esposos es un amor procreador, porque colabora con el amor creador de Dios y ama como ama Dios. El “nosotros” de los esposos se abre al “nosotros” de la familia. Y en ese nosotros los esposos alcanzan una plenitud nueva.
el poder del Espíritu
Pero aquel “si conocieras el don” viene especificado en cuanto se trata de un “don de Dios”. Y es que en el matrimonio tiene lugar un verdadero don de Dios que hace posible un nuevo don en los esposos. Este don sólo se puede entender a la luz del don que Cristo mismo ha recibido del Espíritu y que alcanza su plenitud en la resurrección. Entonces el Padre le constituyó “Hijo de Dios con Poder” (Rm 1,4), vivificando todo su ser hasta el punto de convertirle en “espíritu vivificante” (1Co 15,45). Desde entonces, al ser transido todo su ser del poder del Espíritu, puede comunicarlo a los que creen en Él.
En la Capilla Sixtina Miguel Ángel quiso expresar este misterio del resucitado. Para ello dibujó cuerpos que van llenándose de vida y plenitud a medida que suben de los sepulcros y se acercan al Cristo Juez. Éste, pletórico de vida, manifiesta lo que es un cuerpo lleno de principio vital. Para dibujar la cabeza del Cristo, Miguel Ángel se inspiró en el Apolo griego, pero no siguió el mismo modelo para el cuerpo; necesitaba expresar una vida que sale de dentro, un cuerpo que se comunica hacia fuera, que se hace capaz de habitar en otros. Es un cuerpo en el que reside toda la potencia del amor.
Esta transformación del cuerpo quiere decir que en la resurrección no habrá matrimonio como lo conocemos ahora. Por ello los siete maridos aquellos que preocupaban a los saduceos no tendrán que rivalizar con su única mujer. Pero esto no quiere decir que los esposos sean indiferentes uno al otro en el cielo, sino que ya no será necesaria la mediación de la unión conyugal para la unión mutua y con Dios. Él lo será todo en todos y llenará del todo a quienes resuciten con la plenitud de su Espíritu. Sus cuerpos, llenos de vida y amor, les permitirán comunicarse plenamente el uno al otro desde la plenitud que reciben de Dios.
Esto no es sólo un consuelo para después de la muerte, sino una luz para vivir el camino matrimonial, pues ahora entendemos que nuestra vida se encuentra entre dos grandes efusiones del Espíritu, que es en la Biblia el soplo o hálito divino: la primera ocurre cuando somos creados: a Adán Dios le insufló su Hálito vital; la segunda será en la resurrección, cuando sople el Señor su Espíritu sobre nuestros cuerpos muertos y nos llene de vida.
Ahora bien, esta efusión última, la definitiva, a imagen de Cristo y desde Cristo, va siendo preparada en el tiempo por otras efusiones del Espíritu que tienen lugar en los sacramentos.
el agua convertida en vino
Cada sacramento nos asemeja a Cristo en algo: en su filiación (bautismo), en su testimonio (confirmación), en su perdón (confesión), en su medicina (unción), etc. También el matrimonio es un sacramento que nos asemeja a Cristo en su entrega por la Iglesia, su esposa, esto es, en su amor esponsal, por el que amó a la Iglesia y se entregó por ella, constituyéndola inmaculada y santa. De este amor son partícipes los esposos el día de su matrimonio, en que reciben un don especial del Espíritu, que llena a ambos y entra en todo lo que comporta el amor: “reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad; mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no hacer más que un solo corazón y una sola alma” (“Humanae vitae”, 9).
El Espíritu Santo transforma el amor. Como el agua de Caná se convirtió en vino, ahora el amor conyugal se transforma en caridad conyugal. No pierde las cualidades que tenía, sino que alcanza la plenitud a la que está destinado ya desde la creación. Desde este momento los esposos se aman no sólo con un amor humano, sino también divino y, por ello, se hacen capaces de comunicarse mutuamente la gracia. Ésta fue una de las grandes novedades que Juan Pablo II propuso en su documento sobre la familia, “Familiaris consortio”, desarrollándolo especialmente en el número 13.
El camino del matrimonio queda así constituido como un camino de santidad, en que los esposos, amándose, se transmiten no únicamente su amor y ternura, su ayuda y su compañía, sino también el Espíritu Santo que han recibido. Éste va haciendo madurar su amistad conyugal y su amistad con Dios. La sexualidad se hace así canal de comunicación de bienes divinos; gracias a ellos se hace posible la santificación de los esposos, más aún, su deificación.
La caridad conyugal, al mover a los esposos a acogerse y donarse recíprocamente, hace posible que acojan también la gracia de Dios. Y ésta crece a medida que crece su capacidad de amar, de acogerse y de donarse. Así, Dios va preparando a los esposos, tanto en su inteligencia, su afectividad, como en su corporeidad, para recibir el don último, la plenitud del Espíritu. Este don irá abriendo los ojos de su corazón para acostumbrarse a la luz de Dios.
Caná, ya al inicio de la vida pública del Maestro, nos ha ido acostumbrando al milagro de una transformación. Ocurrió en un matrimonio, cuando tiene inicio un nuevo camino. La sed de todo hombre busca precisamente que su camino conduzca a una plenitud, a un auténtico don de sí que genere una comunión. Sólo cuando en su inicio está el don de Dios, tal camino puede llevar a la plenitud que promete. Porque ofrece ya en el inicio el don de sí de Cristo, haciendo posible una singular comunión con Dios.