Me gusta rezar en los hospitales y en los centros de salud. Rezando siempre se acierta, pues ninguna oración cae en el vacío. Pero cuando lo hago en un hospital, cuando rezo en esas inmensas catedrales blancas del dolor humano y de la esperanza que no reconoce límites, es como si mi plegaria fuera directa al corazón de Cristo para hacer más ligera y más fructífera la carga de ese sufrimiento.
Y lo hago por todos los que allí trabajan por la salud de los demás, por los enfermos que quieren curarse y por los familiares y amigos que los acompañan confortándolos en ese trance. Sí, cuando uno reza allí, mientras recorre los pasillos buscando una consulta o sentado en una sala de espera, solo o apretando la mano de un ser querido, la oración sencilla y confiada multiplica su eficacia. Sé que llegará antes a su destino, que penetrará en muchos corazones necesitados de afecto que no conozco. Puede que estén silenciosos a mi lado o quizá al otro lado del tabique, pero sé que se hará bálsamo amoroso sobre las heridas quirúrgicas que tardan en cicatrizar. Mi oración se convertirá en consuelo inesperado para el que no confiaba en nada ni en nadie; grito de la vida que nace en el parto difícil de una madre angustiada; sonrisa del niño enfermo que no sabe por qué le duele “ahí”; alegría del convaleciente que despierta de una operación complicada, o quién sabe si también luz de esperanza divina para una fe que estaba dormida.
Sí: son tantas y tan variadas las necesidades del amor y del consuelo que se cobijan en un hospital. Hacen falta tantos milagros para curar a los que sufren. Son tantos los cuerpos destrozados que entran casi sin vida en los quirófanos de urgencia, que nuestras oraciones parecen poca cosa. Son como pequeñas gotas de esperanza en un océano de tragedias humanas. Pero eso sí, gotas vivas llenas de gracias capaces de transformar el mundo.
Porque la oración que allí se pronuncia es como una transfusión de amor donde el que reza quiere dar a otros cariño y consuelo, o la gracia divina que estos puedan recibir de Dios…, aunque ese otro no lo haya pedido, aunque ese otro crea que no lo necesita, aunque no lo sepa. Ni una sola gota de esa oración amorosa se pierde.
Y, si puedo, me acerco hasta la capilla del hospital donde Jesús siempre espera impaciente. ¡Pero qué solitaria está la capilla! La lamparilla que anuncia la presencia de Jesús en el sagrario emite destellos rojos a través del cristal, como diminutas llamadas de auxilio para cubrir una necesidad urgente de amor. La sala que comunica con la capilla está llena de gente preocupada que espera un ingreso, una consulta, el resultado de un análisis o la salida de una operación. Pero la capilla está vacía. Jesús también está enfermo, pero no recibe visitas en el horario habitual. La fuente del amor, el camino seguro, la esperanza cierta que nunca defrauda, no tiene amigos que se interesen por él en esta tarde de un día cualquiera.
Me quedo un rato haciéndole compañía. La soledad, el silencio y la penumbra del lugar sagrado invitan a la reflexión y al recogimiento. ¡Dios mío, le digo, con todo lo que necesitamos de Ti! Después me voy y Él se queda otra vez solo.