No le faltaba razón. De hecho, en todas las religiones se observa, por parte del hombre, una necesidad de reparar la situación de culpa y alejamiento de Dios, de “religar” –que eso significa religión– mediante actos expiatorios un nuevo acercamiento del creyente con su Dios.
Ya que el cristianismo es revelación de Dios que toma la iniciativa y se dirige al hombre, vamos a analizar lo que nos quiere manifestar en el tercer capítulo del Génesis (1-14), perteneciente a la tradición yavista, que, con ropaje literario próximo a la literatura sapiencial de su tiempo (siglo X a.C.), nos ilustra acerca de la caída.
El relato nace de la reflexión teológica, guiada por Dios, sobre la existencia del mal y del pecado en el mundo que, no son fruto de Dios al crear al hombre, sino que nacen de la libertad humana y de la tentación de Satanás, aquí representado por una serpiente, que comienza por introducir la “sospecha”, la desconfianza en la mujer con la pregunta: “¿Cómo es que os ha dicho Dios que no comáis de ningún árbol del jardín?”, y continúa: “No moriréis. Bien sabe Dios que cuando comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal”. Se observa aquí una falsa imagen de Dios: un Dios celoso que abusa de su omnipotencia y teme que el hombre le iguale y deje de servirle. Es el poder como dominio. En realidad se está atribuyendo a Dios los esquemas humanos; por eso se le considera como rival y antagonista.
Es la misma tentación de Jesús en el desierto, al que Satanás tienta para que utilice sus prerrogativas divinas en provecho propio. Pero, para el Dios del amor, el poder es obediencia y servicio, incluso en la aceptación del sufrimiento, del hambre y de la cruz. Es debilidad y entrega. De tal manera que Adán, que siendo hombre quiso ser Dios, se contrapone al “nuevo Adán”, Jesús, que siendo Dios se hizo hombre, obediente al Padre y entregado por los hombres. Así es el amor de Dios y así es la soberbia humana, el abuso del poder, la desconfianza y desobediencia por parte del hombre.
Con gran agudeza, explica el teólogo Evely, que ser como Dios, en el mejor sentido de la imagen y semejanza que el Creador quiso para el hombre, constituye la plenitud humana. Toda nuestra vida no es más que el camino para llegar a esa semejanza y para irradiar la imagen de Dios a nuestro alrededor. Ser “otros Cristos”, “el mismo Cristo”. Esa es la esencia humana y la meta a la que todos estamos llamados, como hijos que desean parecerse al Padre.
Otra cosa bien diferente es querer ser como Dios, pero sin Dios y contra Dios, lo que origina la muerte del propio hombre y una vida sin esperanza, llena de soberbia y rencor.
En el relato del Génesis se nos indica que Dios no abandona a su criatura y, aunque el hombre se esconde porque ha pecado y tiene miedo, el Creador lo busca porque no deja de amarlo. Tras la sentencia y el castigo, para que aprenda bien la lección, viene la promesa del Salvador, en lo que se ha denominado protoevangelio. Se indica, en la narración yavista, que Dios, ante la desnudez de Adán y Eva, los viste con unas pellizas que simbolizan la gracia que nos ha traído la redención de Cristo.
Pero volvamos de nuevo a la primera parte para extraer algunas enseñanzas más. A Eva “el fruto le pareció apetitoso, atrayente y deseable (…) tomó del fruto y comió y ofreció a su marido, el cual comió”. No es extraño al actuar humano preferir lo fácil, el bien más próximo, que esforzarse y buscar “el Reino de Dios y su justicia”. Tanto Adán como Eva, tratan de justificarse y echar la culpa al otro. “La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí”. Parece que quisiera echar en cara a Dios la elección de su mujer que, antes de la ruptura, era amada y admirada. También ésta se excusa: “La serpiente me engañó y comí”.
Si nos referimos a la segunda parte de la tentación, “el conocimiento del bien y del mal”, también se observa aquí una falsa imagen del conocimiento utilizado como poder. Pero ¿no es positivo que el hombre conozca el bien y el mal? Incluso es la perfección humana, por eso decimos que la conciencia es la voz de Dios, que debe ajustarse a la ley divino-positiva –los Mandamientos–, que coincide con la ley natural inscrita en el corazón de todo hombre y, por tanto, es universal y responde a la esencia humana. Sin embargo, el hombre de hoy sólo acepta la verdad fruto del consenso, construye su propia verdad de acuerdo con sus apetencias y utilidad. Así conoce, crea el bien y el mal a su antojo. Todo ello desemboca en un relativismo al que sigue un profundo escepticismo. Si hay muchas verdades, la verdad no existe.
Naturalmente el tema del pecado original aparece en otros muchos lugares de la Sagrada Escritura. El de la transmisión a todos los hombres se debe fundamentalmente a San Pablo, ateniéndose al carácter universal de la redención. “Como por un hombre vino la muerte, también por un Hombre vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, también por Cristo somos vivificados” (1 Co 15,21).
Estas últimas palabras nos muestran que el pecado del hombre no tiene la última palabra. Es el amor de Dios el que viene a curarnos hasta entregar a su propio Hijo, Jesucristo, que, con la cooperación de la Virgen María –“nueva Eva”–, aludida ya en el Génesis, vence al pecado y a la muerte. De ahí que con Cristo todos somos vivificados, hechos criaturas nuevas; por eso se dice del pecado original “feliz culpa” que fue lavada y redimida por nuestro Salvador.