“En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: El reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega.
Dijo también: ¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas. Con muchas parábolas parecidas les exponía la palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus discípulos se lo explicaba todo en privado” (San Marcos 4, 26-34).
COMENTARIO
¡Cómo me gusta que Dios se haya hecho hombre y nos hable de esta forma tan sencilla! Para explicarnos el reino de Dios no nos da una charla teológica y profunda, sino que nos regala una parábola sencilla repleta de teología y de una profunda sabiduría. Como siempre la palabra me busca y hoy me pregunta, pero tú, Ángel, ¿hacia dónde caminas? ¿qué proyecto tienes de vida? Estas dos preguntas son muy importantes porque enfrentan mis teorías con mi vida real. La gente admiraba la autoridad de Jesús porque era coherente, porque cumplía lo que decía.
El Reino de Dios es para aquellos que se dejan sorprender por lo sencillo, por el día a día que Dios hace para cada uno de nosotros. Es para los que entran en esa gracia que intentaba transmitir San Juan Crisóstomo a los catecúmenos que se estaban preparando para tener acceso a este reino de Dios por el bautismo: «Por esta razón os dije recientemente, y os digo ahora y no cesaré de repetirlo: si alguno no ha rectificado los fallos de las costumbres y no ha conseguido facilidad en la virtud, que no se bautice». La virtud es caer en tierra, morir y esperar que el poder de Dios se manifieste para que se den obras de vida eterna; para que esa pobreza —identificada en esa pequeña semilla—, se convierta en obras que den gloria a Dios —expresado en la planta de la mostaza—. Para realizar esta virtud, esta misión fácilmente, debemos hacernos como niños; tener fe significa morir a tus proyectos, a tus ideologías, a tus verdades por ese reino de Dios que nos ha mostrado Jesucristo al resucitar venciendo a nuestro mayor enemigo: la muerte. Dios ha sembrado una semilla —por el bautismo— en nuestra persona, en nuestro interior. Dejémosla crecer; no la asfixiemos con las riquezas, con las preocupaciones y proyectos, con los ídolos, con nuestras «neuras», nuestras ideas cuadriculadas y así, cuando Dios quiera y sin saber cómo, nacerá en nosotros ese Reino de Dios que dé cobijo a todo aquel que esté cerca de nosotros con necesidad de ser acogido y salvado.