Siempre que alguien conoce a Jesucristo y lo conoce bien llega a una conclusión que, en principio, no es nada extraña: era, es, el Hijo de Dios que vino al mundo a salvarnos.
Así dicho, no podemos decir que sea nada incierto porque fue enviado por el Padre para que el mundo que quisiese salvarse… se salvara.
Pero lo que Cristo vino a hacer al mundo fue algo tan grande y misterioso como procurar que sus hermanos los hombres (él había nacido de una Virgen en un rincón muy alejado del mundo romano, imperio entonces en el poder del orbe) comprendiesen que no habían acertado al escoger el camino por el que caminaban y que, por decirlo de alguna forma, debían cambiar de rumbo y buscar el destino para el cual habían sido creados por Dios: la vida eterna, la bienaventurada y, en suma, la Visión Beatífica.
Cristo tenía un trabajo arduo que llevar a cabo. Y, poco a poco, desde el mismo momento en el que se quedó en Jerusalén a los doce años porque debía encargarse de las cosas de su Padre, comprendió que debía ejercitarse con tesón y perseverancia: incluso aquellos sabios que le escuchaban impresionados por la sabiduría de un niño, tenían mucho que aprender. Sobre todo, ellos, para que no fuesen ciegos que guiaban a otros ciegos (cf. Mt 15, 14).
En muchas ocasiones Jesús dice qué deben hacer los discípulos que envía por el mundo: deben anunciar la Buena Noticia. Y lo hace de esta manera:
“Él iba enseñando en sus sinagogas, alabado por todos. Vino a Nazará, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: ‘El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor’. Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en él. Comenzó, pues, a decirles: ‘Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy.””
Este texto, del evangelio de san Lucas (4, 15-21) nos muestra lo que Cristo quería cuando vino al mundo y empezó lo que se ha dado en llamar su “vida pública”.
La Buena Noticia o, lo que es lo mismo, la Buena Nueva se encuentra aquí mismo sin tener que rebuscarla ni nada por el estilo: Cristo vino al mundo a liberar a los cautivos del Mal, a dar la vista a los ciegos que no querían ver la Ley de Dios, para dar la libertad a los que estaban oprimidos por aquellos que creían conocer la Ley de Dios pero la habían tergiversado hasta hacerla irreconocible y, por decirlo pronto, a decir que Dios había concedido un tiempo de gracia en el que quien se acercase a Él y lo aceptase como el Mesías, se salvaría; no quien no lo hiciese (cf. Mc 16,16).
Y eso, en definitiva, es el Reino de Dios. Cristo trajo el Reino de Dios porque Él mismo es el Reino de Dios. No hacía falta que elucubrase nada de nada al respecto de qué es lo que había venido a traer. Por eso diría en una ocasión que sin Él nada podíamos hacer (cf. Jn 15, 5). Y luego, esto (Jn 15, 6-7):
“Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis.”
Es decir, es a través de Cristo, por medio de su aceptación como Salvador de la humanidad, por Quien alcanzaremos la salvación eterna que, como es de suponer en un creyente hijo de Dios, es el mayor anhelo y aquello que se quiere alcanzar. Y ahí está la Buena Nueva: Dios ha enviado a su Hijo, Reino suyo y nuestro.
Y para mayor claridad y fácil entendimiento esto dicho por Cristo y recogido en evangelio de San Marcos (1, 15):
“El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva.”
Es decir, han llegado los últimos tiempos para el ser humano. Sólo debe quedarnos bien claro que depende de nosotros, es mediante nuestra voluntad que aceptemos esto, el salvarnos. Es necesaria la conversión, la aceptación de Cristo como la Buena Nueva. Y todo lo demás está de más, sobra y es como aquello que sembramos en este mundo pero que el mundo corroe con sus polillas y los ladrones roban.
Cristo es, pues, Quien vino, Quien murió y resucitó y Quien ha de volver para juzgar a vivos y a muertos. Y durante el tiempo que estuvo como hombre mortal difundió la certeza mayor de todas las certezas: era el Reino de Dios, la Buena Noticia, la Buena Nueva.
Eleuterio Fernández Guzmán