La Virgen del Magnificat, también conocida como la “Madonna con il Bambino e cinque angeli” es una delicada y bellísima obra del destacado maestro renacentista italiano Sandro Botticelli. Pintada al temple sobre tabla en 1481 (algunos prefieren retrasar la fecha al período 1483-1485), se conserva en la Galería de los Uffizi, de Florencia (Italia), aunque se desconoce su ubicación original.
El título del cuadro proviene de las primeras palabras en latín del himno que la Virgen está escribiendo sobre un libro de pergamino: “Magnificat anima mea”, “Alaba mi alma la grandeza del Señor (Lc 1,46-55). En la página izquierda aparece el cántico de Zacarías: “Bendito sea el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo…” (Lc 1,68-79).
Mujer vestida de sol
La palabra Magnificat resume la actitud de la Virgen quien magnifica, engrandece o ensalza con su alma, es decir, con toda su persona, el ser de Dios, regocijándose además en su proyecto de salvación. En este cántico de las obras, la Iglesia ha visto la enseñanza sobre cómo reconocer, amar y alabar a Dios desde la humildad, por su potencia.
En el Evangelio, la Virgen entona este canto de alabanza del Magníficat tras el encuentro con su prima santa Isabel, estando ambas embarazadas. Sin embargo, el pintor se ha tomado la licencia de crear una nueva escena: la Virgen no canta, sino que, con el Niño ya nacido en brazos, se dedica a escribir su Magníficat, junto al canto de Zacarías, en comunión con su Hijo, que representa las promesas de Dios a Israel ya cumplidas.
No es una escena narrativa fiel al relato bíblico, sino una libre y entrañable creación metafórica, pensada para la contemplación y el deleite espiritual, para quedar conmovido ante tanta belleza, para comprobar que María con el Niño en sus brazos sigue manteniendo su admiración por la grandeza de Dios, que ha empezado a cumplir su palabra y plan de Salvación. De ahí que Botticcelli introduzca otro asunto que sin duda aporta misterio y sobrenaturalidad: la coronación de la Reina de los Cielos.
La luz dorada que simboliza la presencia del Todopoderoso, desciende en forma de haz de rayos luminosos para certificar la voluntad divina. Los dos ángeles, a los que en aras del naturalismo ha despojado de sus alas, le colocan la corona sobre su cabeza, como señal de su realeza y señorío sobre todo lo creado. Ella ha llegado a lo más alto según expresa esta categoría humana del reino. Por haber sido la sierva, la esclava, como está ella misma declarando en su himno: “porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada.” (Lc 1,48)
La corona es una delicada pieza de orfebrería casi transparente, formada por innumerables estrellas, en alusión a la “Stella Matutina” o estrella de la mañana, uno de los nombres de la Madre de Dios en las letanías lauretanas o himnos contemporáneos a ella dedicados. La corona de doce estrellas remite a la Mujer del Apocalipsis vestida de sol (Ap 12,1), imagen de la Iglesia cimentada sobre los doce apóstoles, prefigurados en las doce tribus de Israel.
Esta sutil corona, junto con la gran atención que presta a detalles como el velo ondeando grácil o las orlas de los mantos, remite a una labor tan primorosa y menuda como la de los plateros. Según señala Vasari en su biografía de Botticcelli, éste, antes de ser pintor, fue primero aprendiz de orfebre con su hermano Antonio, pero después su padre, accediendo a los deseos del niño, lo mandó al taller del pintor Fray Filippo Lippi, hasta 1470, año en el que estableció su propio taller. De este pintor recibirá sus mayores influencias: la delicadeza expresiva en rostros y gestos, los detalles decorativos herederos del estilo gótico tardío y el estilo intimista y exquisito.
Madre del Redentor
María se sitúa en el centro, ricamente ataviada y con la cabeza cubierta por velos transparentes y preciosas telas. Sus rubios cabellos se entretejen con el chal anudado sobre el pecho. Su actitud es seria, meditabunda, abstraída y actuando siempre con gran seriedad. En su regazo está el Niño, que observa a la madre, mientras con la mano izquierda aferra una granada, símbolo de su muerte y resurrección. La relación entre ambos es más intelectual que afectuosa. Sus manos se unen para tocar la granada. Se diría que el anuncio de la Pasión les une y mantiene en esa abstraída y melancólica reflexión.
La armonía, el equilibrio y la gracia se dan cita en las figuras de contornos suaves y fluidos, como también en la gran sensibilidad de los pliegues y en la finura del dibujo con que están interpretadas las formas. Se trata de una obra en la que predominan las curvas y el ritmo de la línea serpenteante (en los rizos, las volutas de la silla, los brazos, las manos, el río, las telas transparentes), destacando a su vez la pulcritud en los rasgos clásicos de los rostros de mirada serena, esculpidos y suavemente modelados.
Botticelli concibe las figuras como vistas en bajorrelieve, con contornos claros, y minimizando los fuertes contrastes de luz y sombra. Los personajes están sabiamente modelados gracias a la luz tenue, que acentúa su aspecto escultórico. El color cálido, brillante y luminoso, tiene también un papel relevante, acentuado y vivificado por el pan de oro, destacando los tonos rojos y azules elegantemente combinados, junto con el anaranjado y el nacarado de las carnaciones, sin olvidar las transparencias prodigiosas del velo y telas que ondean al viento.
El autor creó su Virgen del Magnificat a principios de la década de 1480. En ese momento fue, con toda probabilidad, su cuadro más famoso de la Virgen, debido a las cinco réplicas contemporáneas que el propio pintor y sus seguidores se vieron obligados a pintar. En 1481 fue llamado por el Papa Sixto IV junto a otra serie de destacados artistas florentinos y umbríos, para pintar tres de los frescos de las paredes de la Capilla Sixtina, acerca de la supremacía del papado.
Llena de gracia
Volviendo al cuadro que nos ocupa, la gran cantidad de pan de oro empleada en la ornamentación de trajes, cabellos, rayos divinos, ángeles y corona de María, hizo sospechar desde antiguo acerca de la riqueza y el deseo expreso del cliente florentino. Hoy pocos dudan en atribuir el mecenazgo a Pedro de Cosme de Medici, señor de Florencia desde 1492. Éste sería curiosamente un retrato de familia.
También es original y selecto el formato que elige para esta pintura. Se trata de un cuadro circular, con un diámetro de 118 centímetros, muy populares en la Italia del Renacimiento, empleados sobre todo para decorar palacios o edificios gremiales. No se trata por tanto de una pintura destinada a un templo, sino para la devoción privada de la familia, lo cual no significa que renuncie un ápice al tono de espiritualidad y misterio.
Este formato difícil y problemático le permite desarrollar experimentaciones compositivas muy novedosas. Parece que contempláramos la escena a través de un lente circular, como si la imagen estuviese reflejada en un espejo convexo u «ojo de buey». La composición aparece así deformada, como si estuviese comprimida, teniendo que cortar las cabezas de los ángeles de la coronación. Las figuras adoptan esa forma curvada en sintonía con el marco, inclinados sus cuerpos y cabezas ligeramente, especialmente la Virgen y el ángel que abraza a los que sostienen el libro, recogiendo así nuestra mirada ante cualquier intento de escapar de la composición y llevándola a concentrarse en el libro, la mano, y el acto de María que decidida sumerge la pluma en el tintero al tiempo que sus labios se entreabren como para susurrar lo que interiormente le dicta su memoria.
Las figuras se disponen frente a una arquitectura formada por un arco moldurado de piedra y se abren de forma asimétrica para dar paso a la visión de un imprevisto fragmento de paisaje, una vista campestre muy del gusto renacentista y acorde con las reglas de la perspectiva atmosférica, aunque también deudora de las influencias de la pintura flamenca de los Van Eyck o Van der Weyden, cuyas obras llegaban a Italia gracias al floreciente comercio entre ambos países.
Este agudo experimentalismo impide cualquier caída de tensión y sostiene la exquisita y meticulosa ejecución. Es ésta una de las obras del pintor del Renacimiento en la que mejor se conjuga el naturalismo clásico con el espiritualismo cristiano, a través de la excelencia en la calidad de la pintura que ha optado por elevar el esteticismo y la belleza como vía trascendental del arte. Se trata de ofrecer una nueva visión del mundo, en la que Botticelli optará por la gracia, esto es, la elegancia intelectual y delicada representación de los sentimientos.