Dicen que a los niños les gusta mucho estar con sus abuelos, porque parece que en ellos encuentran el calor de una seguridad, de una firmeza, unida al cariño entrañable de quien no reprende ni corrige. Desde luego, yo he tenido esa experiencia. ¡Cuántas de mis horas de domingo transcurrieron a la vera de mi abuelo, extrayendo de sus labios el brillo de una vida colmada! ¡Cuánta gratitud debo a quien, a la lumbre de las tardes de otoño, me inspiraba su profundo amor por la Historia!
Hay veces que el acto de recordar el “ayer” guarda insospechados secretos y gratas sensaciones. Esta regla sería válida, incluso, respecto al recuerdo de los males de antaño, como decían los antiguos. Es curiosa la experiencia del recuerdo, porque hay quien define la oración de la memoria como oración de la consolación. ¡Y lo más llamativo es que es verdad! El cardenal Newman opinaba que a Dios siempre se le ve después de que haya pasado. Quizás, en ese sentido, todos somos un poco como Moisés. El sabio patriarca fue forzado por Yahveh a esconderse en la grieta de la roca, y vio a Dios al pasar, y le vio de espaldas.
Vivimos en tiempos de reivindicaciones. Da la impresión de que la vida social está montada sobre el espíritu vindicativo. Como si se creyese que el que no se queja es porque no existe. Bien. Sin entrar a enjuiciar ese clima social, quiero reclamar, en estas líneas, la dicha de sentirme partícipe de una tradición, la del catolicismo tal y como se ha desarrollado históricamente en Occidente, y en especial en la época moderna. Pienso, sinceramente, que muchos males anémicos de nuestra fe actual, desaparecerían, si nos nutriésemos de un amor profundo y apasionado por el pasado de la Iglesia.
somos un pueblo, familia reunida
Existe una regla de oro que el Concilio ha permitido redescubrir: El cristianismo es un camino de salvación para vivirse en la Historia. Pero esto no sería verdad si no se siguiese el convencimiento de una consecuencia clara, a saber, que la vida de la Iglesia marcha por la Historia en un dinamismo de desarrollo y de incremento, no de decadencia. Dicho de otra forma —y lo diré empleando una cierta paradoja—esto significa que cuanto más se aleje en el tiempo la historia de la Iglesia de los primeros siglos cristianos, tanto mejor, porque así se desplegará dentro de ella, por la fuerza del Espíritu, la riqueza y plenitud del conocimiento de Cristo. Los siglos transcurren, y el Pueblo de Dios se encamina a Aquél que vendrá con poder y gloria sobre las nubes del cielo, pues la Iglesia, como dice San Agustín, va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios.
Nos debe entusiasmar la riqueza de la historia de la Iglesia y su patrimonio que cristaliza en la Tradición, donde encontramos el calor ameno de valores seguros, que no se cotizan, porque no están de moda. Sencillamente, son permanentes. Se piensa que la Iglesia se encuentra hoy en mala situación, pero, en realidad, no ha habido período en que la Iglesia no haya dado la impresión de estar a punto de perecer. Hace no muchos años, el propio Henri De Lubac (gran teólogo, nada sospechoso de “conservadurista”), declaraba en el diario La Croix: “La Tradición no es un peso, sino una fuerza viva. Mi ambición ha sido siempre hacerla conocer mejor y amarla… Siento alegría y confianza en el pensamiento de que, en esta gran Iglesia que siempre parece estar muriendo y que siempre está renaciendo, los santos, como decía Péguy, sigan brotando”.
En un ambiente cultural que denigra la historia de la Iglesia como la cosechadora de desgracias para la humanidad, algunos no quisiéramos olvidar que el trigo siempre crece junto a la cizaña, y que, por ejemplo, los Pontífices que levantaron la Inquisición se llamaban Inocencio III y Gregorio IX, pero que fueron esos mismos papas los que sostuvieron a San Francisco de Asís del desprecio y el olvido al que él y su obra hubiesen estado irremediablemente abocados. San Pablo sintetiza: «No juzguéis antes de tiempo. Dejad que venga el Señor. Él iluminará lo que se esconde en las tinieblas y pondrá de manifiesto las intenciones del corazón» (1 Cor 4,5 ).
¡Oh, bendita Iglesia! El poeta Claudel lo expresaba de maravilla, al proclamar que “por siempre sea alabada esta gran Madre llena de majestad, en cuyas rodillas todo lo he aprendido”. Seamos leales al hermoso pasado de la fe. No es en la línea de la playa sino en lo alto del arrecife donde se otean mejor los horizontes del mar y al velero que se acerca. Nuestra experiencia de ser cristianos se apoya en el cimiento de veintiún siglos de transmisión del Evangelio, y por eso me siento fuerte y seguro, porque mis pies se sustentan en la roca, aunque sobre ella rompan las olas. Sobre el alto arrecife de la Historia de la Iglesia Católica sopla, en verdad, la brisa de los hombres libres, y desde su altura se adivina el amanecer de una nueva esperanza.
Jaime Pérez-Boccherini Stampa
Presbítero