La Biblia y el cine pueden ser dos buenos compañeros de camino, aunque no siempre lo sean. A la fuerza de la palabra con que se expresa el texto bíblico hay que añadir la de la imagen. En este sentido, la imagen puede aportarle al texto bíblico la «modernidad» o la vivacidad que este podría haber perdido con el paso del tiempo, habida cuenta de la vigencia actual de la cultura audiovisual: si los hagiógrafos hubieran vivido en nuestra época, quizá no hubieran escrito libros sino que habrían rodado películas (o videoclips).
No es despreciable la aportación artística que el cine puede prestarle a la Sagrada Escritura, aunque también es claro que esta puede fecundar al cine mediante la profundidad argumental o de planteamientos, ya que las historias bíblicas son en gran parte universales, a pesar de las inevitables «encarnaciones» culturales.
El pasado 4 de abril se estrenaba en los cines la que hasta ahora es la última película bíblica: Noé (Darren Aronofsky, 2014). Por cierto, en Exeter (Inglaterra), uno de los cines que la proyectaban acabó inundado, y no se trataba de efectos especiales sino de la avería de una máquina de hielo. En la historia del cine encontramos, casi desde sus inicios, versiones de episodios o relatos bíblicos. Así, ya en 1903 hallamos una película de seis minutos con el título de Sansón y Dalila, dirigida por Ferdinand Zecca, o Judit de Betulia (1913), y dos de las historias de Intolerancia —la pasión y muerte de Jesús y la caída de Babilonia—,de D. W. Griffith (1916). Aunque probablemente sean Los diez mandamientos, de Cecil B. DeMille, el icono clásico del cine religioso —la versión conocida por todos, protagonizada por Charlton Heston, es de 1956, pero DeMille rodó otra anterior, en 1923.
conexión entre relato e imágenes
Habitualmente se suele distinguir entre «cine religioso», es decir, apologético o explícitamente confesional —a veces hasta catequético— y «cine espiritual», más vinculado a valores y encarnado en películas «laicas». Aunque esta distinción no es aceptada unánimemente, sí resulta útil a la hora de considerar y valorar el papel del texto bíblico en el cine.
A mi modo de ver, la principal dificultad con que choca el cine religioso con respecto a los textos bíblicos es la confusión de géneros y lenguajes. Hay que darse cuenta de que, en el fondo, estamos ante géneros distintos, normalmente con lógicas, enfoques, lenguajes y objetivos diferentes. Así, textos que en la Biblia no tienen carácter histórico —aunque el lenguaje del relato haga que puedan ser interpretados equivocadamente de esa manera—, en la pantalla aparecen o podrían aparecer, por mor del guión y de las imágenes, como sucesos realmente acaecidos en la historia y, por tanto, distorsionados con respecto a su fuente original. Baste imaginar una película basada literalmente en el relato del Apocalipsis, con un cordero degollado que permanece en pie y comparte trono con un venerable anciano de cabellos blancos, o un desfile de jinetes montando caballos de colores —y no es un tiovivo—, o una prostituta sentada sobre una bestia de color escarlata… Una buena adaptación de un relato bíblico exigiría sin duda un trabajo de elaboración mucho más profundo y una verdadera «traducción» —no solo mera y superficial plasmación— en diálogos e imágenes. Por seguir con el ejemplo del Apocalipsis, en la saga de películas de El Señor de los anillos (Peter Jackson, 2001-2003) encontraremos pasajes de enorme proximidad con el último libro bíblico, aunque formalmente bastante alejados de él.
Por otra parte, en no pocas ocasiones el cine simplifica la trama del texto bíblico, privándolo así de sus riquezas: ciertamente, por ejemplo, el relato del Éxodo —con sus matices e incluso contradicciones— no se ve tratado con justicia en muchos aspectos de Los diez mandamientos. Así, las aguas del mar Rojo se dividen en la película de forma instantánea únicamente por la acción de Moisés, con su brazo extendido sobre el mar, mientras que se olvida que también «el Señor hizo retirarse el mar con un fuerte viento del este que sopló toda la noche» (Ex 14,21).
El hombre elefante (David Lynch, 1980)
Sin embargo, en otras ocasiones el cine ha logrado llevar a ciertos textos bíblicos a insospechadas cumbres estéticas y de sentido. Veamos solo dos ejemplos: el primero lo encontramos en el Salmo 23, que ha sido llevado a la pantalla en decenas de películas, habitualmente norteamericanas. En todas ellas se repite casi fatigosamente la misma escena del entierro o el funeral en el que el pastor o el sacerdote de turno recitan al menos las palabras iniciales del salmo: «El Señor es mi pastor, nada me falta…». Sin embargo, en El hombre elefante (David Lynch, 1980), el salmo ocupa un lugar diferente. Ya no se trata de un entierro, sino todo lo contrario: el «nacimiento» de la humanidad de una persona, considerada hasta ese momento poco menos que un monstruo o un animal.
El hombre elefante cuenta la historia real de Joseph Merrick (John en la película), un hombre con unas deformidades tales que le asemejan a un elefante. Un médico, el doctor Treves, lo encuentra en un circo y lo lleva —tras comprarlo— al hospital de Londres, donde se topa con la oposición de su director para que Merrick pueda quedarse. El doctor Treves enseña a John algunas frases corteses y el comienzo del Salmo 23 para que lo repita ante el director, pero, llegado el momento del «examen», Merrick no está a la altura de las circunstancias. Sin embargo, cuando el director del hospital y el doctor Treves abandonan la habitación, John Merrick recitará el Salmo 23 entero, dejando así patente que es una persona inteligente y que incluso sabe leer. Preguntado por el doctor, Merrick confiesa que de pequeño su madre le leía los salmos y que el Salmo 23 es su favorito.
De este modo, el Salmo 23 ha sido «relatado» en la película de tal manera que ha acabado formando parte de una historia de dignidad humana e incluso, por el contenido del salmo, de providencia divina: también Dios está (v.4) con el «hombre elefante».
Enrique V (Kenneth Branagh, 1989)
El segundo ejemplo lo hallamos en la película Enrique V (Kenneth Branagh, 1989), donde otra vez un salmo —en esta ocasión el 115— va a entrar en una «narración», alcanzando la conjunción entre imagen, música y texto (latino) del comienzo del salmo un resultado verdaderamente notable.
La película pone en escena una obra de William Shakespeare, La vida de Enrique V (1599), en la que se cuenta la campaña militar llevada a cabo por el joven monarca inglés en Francia. El culmen de la historia es la batalla de Agincourt (o Azincourt), librada el día de San Crispín, el 25 de octubre de 1415, en la que las tropas francesas superaban a las inglesas en una proporción de cinco a uno. Sin embargo, la victoria caerá del lado inglés, además con sorprendentes pocas bajas —diez mil franceses por apenas veinticinco ingleses, según la obra. Cuando le comunican a Enrique el resultado de la batalla, el rey reconoce que «Dios luchó por nosotros» y ordena a sus hombres no jactarse de un triunfo que solo le corresponde a Dios. A continuación manda rezar el Non nobis y el Te Deum como acción de gracias.En la obra de Shakespeare, este es justamente el final del acto IV: «Cumplamos los santos ritos. Cantemos el Non nobis y el Te Deum. Enterremos a los muertos caritativamente en cal, y después a Calais y luego a Inglaterra, adonde nunca habrán llegado de Francia hombres más felices», pero sin rastro de las oraciones mencionadas.
Sin embargo, en la película, el director aprovecha e introduce una hermosa pieza —compuesta y empezada a cantar por Patrick Doyle— que consiste en la repetición cantada a varias voces de las primeras palabras del Salmo 115 en su versión latina: Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam («No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria»). Mientras tanto, en la pantalla lo que se contempla es un travelling de casi cuatro minutos de duración en el que en primer plano se ve al rey con su escudero muerto —asesinado vilmente, junto a los otros pajes, por los franceses— llevándolo hasta un carro; en segundo plano van y vienen muchos personajes: gente del pueblo, soldados, oficiales o nobles ingleses o franceses, unos recogiendo cadáveres, otros mostrando su satisfacción, su rabia, su acatamiento al monarca…
El Salmo 115 —un salmo de confianza y reconocimiento de Dios frente a los ídolos— ha entrado así a formar parte de un relato en el que se reconoce que la victoria, en este caso construida por desgracia sobre la sangre y la muerte, no corresponde a los hombres, sino solo a Dios: «Solo a tu nombre da la gloria». Y lo hace además mediante el movimiento de cámara más «narrativo» de la técnica cinematográfica, el travelling, un recorrido que va mostrando —y construyendo— el desarrollo de una acción, es decir, una narración.