La belleza que salva al mundo
por Santiago R. Sánchez Ruiz
DESDE QUE EN SU DÍA LEYERA,
EN UNA ENTREVISTA A
DOMINIQUE LAPIERRE,
LA FRASE DE QUE
“TODO CRISTIANO DEBERÍA
VISITAR LA INDIA, AL MENOS
UNA VEZ EN SU VIDA”,
UN GERMEN DE INQUIETUD
QUEDÓ DEPOSITADO PARA
SIEMPRE EN MI INTERIOR.
POCO A POCO,
ESA SEMILLA INICIAL,
SE FUE TRANSFORMANDO EN
UN GRAN DESEO DE PODER
LLEVAR A CABO UN VIAJE ASÍ
“NO HAY ÁRBOL QUE
NO HAYA SIDO
SACUDIDO POR EL VIENTO”
(PROVERBIO INDIO)
A lo largo de los años tuve la oportunidad de conocer a personas
cercanas, que, tras vivir unas semanas en Calcuta
como voluntarios, habían experimentado significativos cambios
en su forma de pensar e incluso de vivir. Este hecho
contribuyó sin duda a avivar aún más en mí ese deseo de
viajar a aquellas latitudes; tal vez simplemente por poder
experimentar, al menos, un cierto despertar de la somnolencia
que frecuentemente me iba envolviendo en el ejercicio
de lo puramente cotidiano. O bien por darle un poco de oxígeno
a mi poca fe, que sin obras, se encontraba más bien en
una evidente tendencia a la baja. Así mismo empezaba a formularme
preguntas que en muchos casos no tenían una
respuesta muy clara: ¿por qué hay tanto sufrimiento entre
inocentes?, ¿qué sentido tiene la vida para tales personas,
condenadas a malvivir durante unos cuantos años, a una
triste existencia?, ¿por qué Dios guarda silencio ante tanta
injusticia?
Finalmente y tras algún que otro intento fallido al respecto,
pude unirme a un grupo, que, con motivo del décimo aniversario
del fallecimiento de la Madre Teresa, peregrinaba a
mediados de agosto a la tumba de la Beata, tan querida por
todos, a causa de una entrega total, que sin descanso, llevó a
cabo, hasta el final de sus días.
Así pues en la madrugada del día de la Asunción de María
(Fiesta de la Independencia en la India), ponía mis pies en
esta tierra, tan redimida por la vida y obras de la Santa de
Calcuta, tierra que tanto había deseado pisar con objeto de
poder ponerme verdaderamente, como ella, al servicio de
los demás con alegría, buscando al mismísimo Jesucristo en
el cuerpo de “los más pobres entre los pobres”.
Rápidamente sentí que el caos y la vorágine de la
urbe, que comenzaba a despertar, me engullía
casi sin darme cuenta. Al calor húmedo y sofocante,
que a pesar de la hora, se dejaba notar, se
sumaba la confusión creada por el intenso bullir
de personas que se movían en todas direcciones.
Me veía obligado a circular por las calzadas, ya que
las aceras se encontraban literalmente atestadas
de hogares improvisados, de precarios negocios
construidos con chapas y plástico, rodeados de
todo tipo de residuos; y de pobres: miles de
pobres, sumidos en una precariedad absoluta;
entre harapos, mantas raídas, unos platos de metal
y una pequeña hoguera como únicas posesiones;
nacen y crecen, comen y duermen, se reproducen
y mueren. Inmigrantes procedentes de Orissa,
Bihar o Blangladesh, que, expulsados de sus campos
ante la pérdida de sus cosechas, se ven obligados,
al no tener qué llevarse a la boca, a participar
en un éxodo que no cesa y desemboca en
una ciudad, que no ha sido remozada desde la
marcha de los ingleses del país.
Poco a poco fue pasando aquella primera mañana
tras la obligada visita a Mother House, donde
durante unos momentos, en silencio, estuve suplicando,
ante la tumba de la Beata Madre,
que me otorgara suficientes fuerzas para poder
ser útil, en medio de aquel desconcierto que me
envolvía y de la multitud de temores que lastraba.
Aunque ya casi era hora de almorzar, la intensa
mezcla de olores que se dejaba respirar —una
combinación de aromas a comida exótica, especias,
heces y basura fermentada, envueltas en el
sofocante calor del medio día— me impedía
aceptar ni siquiera el más pequeño bocado. Me
bastaba, de momento, con ir bebiendo algo de
agua de cuando en cuando.
Cuervos buscando cualquier tipo de presa indefensa
a la que atacar; vacas rumiando entre la
basura de los múltiples vertederos improvisados
que se van sucediendo por las calles; perros que
totalmente abandonados son el objeto de todo
tipo de parásitos y úlceras que van mellando su
raído pelaje. Y lo peor los niños: niños desnudos o
si acaso vestidos con harapos, que te suplican
unas rupias para poder llevarse algo a la boca, y
que en su candor, quedan expuestos a todo tipo
imaginable de abusos… Retratos habituales
en el paisaje que define las calles de
Kolkata. Y,en medio de todo ello,
un frenético ir y venir de peatones, famélicos ricksaws y bici-ricksaws, destartalados taxis haciendo
sonar de forma continua su claxon, para abrirse paso entre las multitudes; motoricksaws,
autobuses y tranvías que sin duda pertenecieron a otras épocas…
Pero eso solo era el principio. Ciertamente que todo, absolutamente todo, en el
universo tiende al equilibrio y, como tal, el ir dejando pasar los días me ha ido
otorgando una gran paz, que unida a la alegría de poder verme útil, en la asistencia
que diaria y torpemente he ido desempeñando con los moribundos de
Kalighat, me permite contemplar esta misma realidad desde una perspectiva
bien distinta a como lo había hecho por primera vez.No dudo en estar tocando
al mismo Jesucristo (ese mismo que comulgamos en la eucaristía) cuando bañamos
y curamos a cada enfermo. Ni yo mismo estaba seguro de poder hacerlo y,
mucho menos,de emplearme con tanta ternura y tanto amor. Sin duda,que esto
no puede ser obra mía, tan débil y limitado, como he sido siempre.
Aunque creo, con honestidad, que lo peor se encuentra en la calle. Mis enfermos
de Kalighat: se trata de unos pocos privilegiados, entre el resto de una multitud
que también necesita ayuda. Es cierto que llegan desnutridos, heridos, deshidratados,
enfermos y llenos de todo tipo de padecimientos producidos por el
absoluto abandono con el que han sido castigados. Pero tras lavarlos, desparasitarlos,
alimentarlos, curarlos y quererlos durante unos pocos días, con alegría
podemos comprobar que les empieza a brillar la piel. Aunque alguno muera, al
menos lo hace con una gran dignidad, limpio, en una cama y rodeado de personas
que piden por él y a las que verdaderamente nos preocupa su salud.
La pobreza que invade las calles, a decir verdad, es la misma de hace dos semanas
y no tiene fin; pero es sencillo ver sonrisas y alegría en los rostros que se
van cruzando por el camino, libres de las ridículas preocupaciones que
habitualmente nos amargan la existencia en occidente. Además compruebo
con un gran gozo cómo Dios, en su infinita misericordia,
mueve el corazón de muchas personas que están dispuestas
a entregar su vida por los demás a cambio
de nada (material); pero que cada día
cobran su salario en cuantiosos dones del Espíritu Santo.
Voy andando a la vez que contesto a los saludos
que amablemente me brinda todo tipo de desconocidos.
Me indican que ha quedado un sitio
libre en el autobús para que tome asiento; cortésmente
digo que no, pero ante la insistencia
acepto. Me paro a preguntar a cualquiera por
dónde puedo llegar mejor a Moulali, para desde
allí coger el autobús 24A que me deja en la
misma puerta de Seva Kendra (la residencia de
Cáritas, en la que vivo y en la que no dejan de tratarme
como un huésped de honor), y son siete
los que se paran a darme las oportunas indicaciones.
La continua sinfonía de cláxones persiste
con igual intensidad; pero casi no soy consciente
del estruendo; entiendo que deben indicar su
posición de alguna forma, ya que la mayoría de
los vehículos no llevan retrovisores; de seguro
que en Madrid una pitada, significa cosas bien
distintas…
Me río cuando, jugando me empapo, con los
niños por las calles, tras echarme unas cuantas
carreras intentando volar inútilmente una de esas
minúsculas cometas. Me encanta beber el jugo
que extraen de la caña de azúcar recién cortada
mientras saboreo un plato de masala dosa, del
típico dhal, o del refrescante pepino con yogur y
menta por diez rupias… Es curioso darse cuenta
con qué poco se puede vivir de forma plena y
feliz. Resulta que venía a ayudar a la gente necesitada,
sin saber que el enfermo realmente era yo.
Rebosante de un montón de tonterías y necesidades
superfluas, no tenía ni idea del significado
de una vida plena y llena de alegría…, que es lo
que no falta aquí en Calcuta: donde miras no ves
más que sonrisas, aunque sea saliendo del chamizo
donde viven. Eso es lo inexplicable que
tiene esta tierra.
Tras un viaje de seis horas en autobús, hacia el norte, llegué hace dos
días a Asansol. Las hermanas nos dijeron a un grupo de voluntarios
que sería bueno venir hasta aquí aunque solo fuese un día; que podríamos
alegrar un poquito la vida de los leprosos que viven aislados del
resto del mundo en Shantinagar (Ciudad de paz), porque aquí no
viene nunca nadie y que de seguro nos recordarían por mucho tiempo,
porque tampoco nunca pasa nada. Así que dicho y hecho.
Guitarra en mano, nos vinimos hasta aquí, sin saber exactamente qué
hacer. Pero fue sencillo, porque eran ellos los que tenían a punto sus
instrumentos, sus canciones y sus bailes, para agasajarnos de la forma
más inesperada. Concluido el festival, la hermana María Rúa, (madrileña
y médico, para más señas) nos estuvo enseñando las instalaciones,
indicándonos que necesitaban una urgente reforma: ampliación de
los servicios, quirófano, renovación de las instalaciones eléctricas, sanitarias,
etc.; pero que los ingenieros a los que habían acudido para proyectar
y dirigir las obras, se habían negado en rotundo al saber que se
trataba de una leprosería; por ello y de forma indefinida, todo estaba
parado. Increíble, que en pleno siglo XXI, las actitudes no hayan cambiado
respecto al estigma de la lepra, y se sitúen en posiciones similares
a las de la época que relatan los Evangelios.
Ayer llegamos tan tarde que casi saludamos el día. La vuelta fue agotadora, no sé si por la duración
del viaje o porque creo haberme dejado un buen trozo de corazón en el Oeste de Bengala. Es
obvio:debo volver. No hace falta pensarlo mucho, he recibido tanto en dos semanas que no puedo
ni imaginar lo que puede ser vivir allí durante una etapa completa de mi vida. Es cierto que aquí
en Madrid tengo un trabajo aceptable, también soy ingeniero, pero puedo dar mucho también allí,
incluso desde mi profesión y, además no le tengo miedo la lepra.
La vida en Kolkata se rige por reglas muy diferentes. Cooperar en lugar de
competir. Dar sin esperar. Pero sin duda, que se trata de un buen
negocio: a cambio de un poco de tiempo, se obtienen incalculables
cantidades de afecto e incomparables lecciones sobre las cosas
importante de la vida.
¡Ah!, por cierto: ya he empezado a entender aquella frase de
Dominique Lapierre; esa de que “todo cristiano debería visitar
la India, al menos una vez en su vida”. Creo que debe ser porque,
con una vez es suficiente para poder mirar y llegar a ver.
¡Qué ciego estuve durante tantos años y qué sencillo fue despertar
a la realidad! De verdad, espero que esta lección, no se
me olvide nunca.