He rebuscado por los “Pensamientos” de Pascal, creyendo que la idea podía ser suya; después he tenido ocasión de compulsarla y he comprobado que era de Pieter van der Meer de Walcheren, gran poeta holandés, que textualmente la expresa así: “La belleza es siempre trágica porque es el canto inspirado por una carencia” (pág. 182 de su libro “Nostalgia de Dios”). No he podido resistirme a detener mi mente y mi corazón en una frase tan hermosa, como si fuera un elixir de infinitos sabores en mi boca, que durante horas y horas endulzaba mi paladar. Es que hay en ella un algo de una profundidad abismal que raya inexplicablemente con un deseo irrefrenable de ascenso hacia Dios.
Sin querer se intuye un paralelismo entre la profundidad o bajada y el ascenso o subida: es que en la profundidad sólo cabe Dios, el único “sitio”, donde “bajando”, “se sube” a su encuentro. Esto de bajar subiendo o, si lo preferimos, de subir bajando parece —lo es— un oxímoron literario; pero quiero hacer algo más que contrastes literarios; es mucho más: es un fenómeno que anida en el ámbito de lo místico, esa experiencia de la cercanía íntima de Dios en el lejano corazón que esconde nuestro pecho. ¿Quién está más cerca del corazón humano que el mismo Creador que lo ha moldeado con mimo y quién está más ausente de Dios que ese mismo humano corazón que se pierde día tras día lejos de los dedos divinos que lo plasmaron?
buscad a Dios, id tras su rostro sin descanso
Las bellas artes, se dice, elevan el espíritu a Dios. ¿Quién no se queda boquiabierto en la Capilla Sixtina, o extasiado ante “La Piedad” de Miguel Ángel o el “Moisés”? ¿Quién no se queda sin palabras visitando, por ejemplo, las cuatro basílicas mayores de Roma o escuchando en soledad el “largo” de la Novena Sinfonía de Beethoven; o leyendo en silencio los versos de la “Noche oscura” o el soneto “No me mueve, mi Dios, para quererte”? ¿Quién no se queda sobrecogido ante las Pirámides de Egipto, la antigua ciudad de Petra, el Palacio de El Escorial, las cataratas del Niágara o de Iguazú…?
Y surge la pregunta, inquisidora e insatisfecha: ¿Qué es lo que nos deja ver —o, mejor, entrever— cualquiera de éstas y otras muchas bellezas, cualquiera de las ramas del arte?
Hay un episodio en la Sagrada Escritura muy revelador: Moisés, íntimo amigo de Dios desde su encuentro con Él en aquel acontecimiento de la zarza ardiendo (ver Ex 3), uña y carne con Yahvéh desde las diez plagas contra el Faraón (Ex 7,14-12,34), que ha hablado de tú a tú con Él (“cara a cara” dice la Escritura, por ejemplo, en Ex 33,11), hasta el punto de que en sus idas y venidas al monte Sinaí —el binomio subir bajando o bajar subiendo— se le había encendido el rostro quedándose con la cara iluminada, de modo que debía ponerse un velo para no deslumbrar a los israelitas, no se conforma con eso y quiere ver “algo” más: “Déjame, por favor, ver tu gloria” Tiene hambre, mucha hambre de Dios, quiere un “vis-a-vis” que llene su corazón, iniciando así un diálogo precioso, con la respuesta divina:
«Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre de Yahvéh (…) Pero mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo (…); tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que Yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver” (Ex 33,18-23).
Moisés se quedó con un palmo de narices porque no consiguió lo que pedía, principalmente porque no sabía lo que pedía, que era precisamente morir, ya que nadie podía ver a Dios y seguir viviendo. Y el Señor, que lo tenía como su amigo y lo amaba, le conservó la vida y sólo le concedió ver su espalda. Intentar ver a Yahvéh e incluso tan sólo oírle (Ex 19,21; 20,19) suponía morir: hasta los querubines que contempló Isaías en el cielo se cubrían la faz con sus alas por no ver a Dios (Is 6,2).
Ocho siglos más tarde, otros amigos íntimos de Jesús, tras contemplar unos instantes el rostro transfigurado del Señor, “cayeron rostro en tierra llenos de miedo” (Mt 17,6), “estaban espantados” (Mc 9,6), “llenos de temor” (Lc 9,34), sin saber lo que decían. El tercer cielo le dejó a San Pablo privado de palabras para expresar lo que vio y oyó: “palabras inefables que el hombre no puede pronunciar” (2Co 12,2-4).
te muestre su rostro y te conceda la paz
Hay un doble juego de actitudes por parte del Creador y su creatura, de Dios y el hombre, de Yahvéh y Moisés, que rompen todos los moldes de las relaciones entre dos personas. Una es la pretensión de Moisés de ver a Dios por completo; hay una solapada provocación en ello: mantenerse cara a cara ante otro superior a uno y sostener la mirada (como diciendo “a ver quién pestañea antes”), supone una cierta desfachatez.
Otra, por parte de Dios, es limitarse a darle la espalda: volver la espalda a alguien desde siempre ha sido visto si no un acto de cobardía, sí un gesto de desprecio o, cuando menos, de desconsideración. Pero aquí no estamos moviéndonos en las categorías de las buenas relaciones entre personas, donde se entiende que rigen las buenas maneras, el respeto y la educación; estamos en otra dimensión.
En ambos casos lo que resalta, por parte de Moisés, es un gran acto de humildad (reconoce que el Otro es eso: totalmente Otro) y de ansias sin medida de hacerse con Dios, de poseerlo; y, por parte de Dios, un gesto de misericordia sin límites, que ha preferido pasar como maleducado ante Moisés por no querer hacer morir instantáneamente a su amigo íntimo si le mostraba su rostro, permitiéndole ver sólo su espalda.
Moisés sabía que su antepasado Abrahán se había creído las promesas divinas y que Yahvéh se entregó Él mismo como recompensa (ver Gn 15,1): él también quiere el mismo premio. Y hacía bien poco que había oído la prohibición, so pena de muerte, de que nadie se atreviera a tocar ni siquiera la falda del monte con la pretensión de acercarse a Yahvéh para verlo de cerca (ver Ex 19,12-13).
Era el preevangelio de otro monte, en cuya cima una Cruz, por el contrario, atraería a todos hacía sí. La Gloria de Dios se haría patente no ya en sus espaldas, sino el rostro de su propio Hijo. Era igualmente el preludio del acontecimiento del Tabor, donde los tres discípulos predilectos de Jesús no se enteraron tampoco de qué iba la cosa hasta después de la Resurrección del Señor. San Pedro caerá más tarde en la cuenta de haber sido testigo de la Majestad y Belleza de Cristo (ver 2P 1,16-18): el milagro de la humillación del Verbo, perdiendo su propia dignidad y rango divino al encarnarse (ver Flp 2,6-11), fue la gran Dádiva Misericordiosa del Padre (aquel mismo premio a Abrahán y a Moisés) concedida a la humanidad —ya “sin mancha y sin arruga” (Ef 5,27) — para ensalzarla, con Él, a la gloria.
haznos semejantes a Ti, oh Rostro de Jesús
Pues bien, este es el motivo por el que la belleza se tiñe de tragedia, porque pone al descubierto lo que queda encubierto: las obras de arte me incitan a contemplar toda la Belleza —“Déjame, por favor, ver tu gloria”— y sólo alcanzo a ver su espalda. ¡Cuánto me queda por conocer y amar! Soy como el sediento que intenta calmar su sed con unas gotas de agua y, frustrado con esas gotas, quiere zambullirse en el manantial y saciarse en las fuentes de las aguas tranquilas. Cuanto más alto subo, más ancho se dilata el horizonte. En los océanos la punta de un iceberg es sólo un presagio de cuánto queda escondido debajo. Hablar de tragedia aquí no es en el sentido griego de acabar en un final desastroso; todo lo contrario. Hablamos de tragedia por el sufrimiento propio de quien tiene una visión borrosa en espera de que le renueven su cristalino: “Ahora vemos en un espejo, confusamente. Entonces veremos cara a cara” (1Co 13,12). Es como el sufrimiento agónico de Cristo en la Cruz porque sabe y espera que luego su Padre lo inundará de gloria.
Esa tragedia, esa pena aquí insanable, esa hambre insaciable y no saciada, destapa el anhelo de lo infinito, como hacía clamar a San Agustín: “Nos creaste para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en Ti”, y seguía llorando: “¡Tarde te amé, Belleza infinita, tarde te amé; tarde te amé, belleza siempre antigua y siempre nueva!”, que siglos más tarde Santa Teresa, arrebatada en ansias de amor por el Esposo que parece se le escapa, se queja: “Que muero porque no muero”. Sufrimos no porque no vemos, sino porque vemos confusamente en espera de la visión plena. Este es el sentido de ese sufrimiento “trágico”, por la espera de ese “entonces” veremos cara a cara
Nada que ver todo ello con las corrientes existencialistas o pesimistas de los dos últimos siglos, aunque parezca que estas ideas se embeben de filones (por citar algunos) schopenhauerianos, sartrianos o de nuestro Miguel de Unamuno con su “sentimiento trágico de la vida”, como si sólo donde hay dolor hubiera existencia, de modo que el hombre está abocado a descender en caída libre en picado hasta una muerte insulsa e incolora; ese hombre que de la nada viene y en ella acaba; que, mientras vive, se debate en la náusea de la existencia hasta desmoronarse en la desesperación de la inexistencia, que es como vivir en la muerte, sin vivir ni acabar de morir. La muerte que porpone el existencialismo-pesimismo es como la de un planeta inerte, errante, sin astro a cuya órbita gire; peor aún: se ha desquiciado de todos sus ejes centrípetos en una loca fuerza vertiginosamente centrífuga del “Axis Mundi”; el pecado los ha sumido en la ausencia de Dios y, perdida la razón de ser —el Logos que crea, mantiene y explica el Universo—, ya nada tiene sentido.
quien me ha visto a mí, ha visto al Padre
Aquí hablamos de una cantata bacheriana, aún no compuesta del todo, de una sinfonía inacabada (que a diferencia de la de Schubert, será en “si mayor”: el Gran “Sí” de Dios a la Humanidad), de una gran oda universal, que celebra y ensalza la Verdad, el Bien y la Vida en la Persona de Jesucristo, Hijo del Dios Eterno encarnado, cuya Belleza resplandece en una aurora sin fin; hablamos de esa mañana de Pascua, preludio del encuentro definitivo con la Luz en plenitud, que cegó a los israelitas en el Sinaí y a los tres discípulos en el Tabor. El sufrimiento, en sí, no tiene nunca sentido: sólo lo adquiere en función de algo más noble o sublime; en nuestro caso, como ocurrió en el Gólgota, porque había después aquella Gloria que —ahora lo entendemos mejor— no podía ver Moisés porque no había llegado aquel momento de fulgor, propio del Día Octavo. En cambio, Abrahán, padre de los creyentes “vio mi Día y se alegró” (Jn 8,56).
“Que muero porque no muero”, decía la Doctora de Ávila. Con todo, en el Nuevo Testamento, ante el ruego de Felipe en la Última Cena —“muéstranos al Padre y nos basta”(Jn 14,8)—, petición humilde que nace de un infinita avidez de Dios, ruego ocultamente ansioso que recapitula en sí la eterna búsqueda de la Humanidad, incapaz de acallar la nostalgia del paraíso perdido que necesariamente queremos reencontrar, aquel donde por las tardes Dios se paseaba del bracete con el hombre, Jesús le responde: “El que me ha visto a Mí, ha visto al Padre”.
Ver a Jesús era el deseo de los ciegos que gritaban a voz en cuello cuando sabían que pasaba por allí cerca (Mt 20,29-34), era el anhelo escondido de Zaqueo subido a un árbol para verlo mejor (Lc 19,4). Ahora a Jesús se le encuentra en la cruz: hay que subirse a ella, como Zaqueo, para verlo de cerca, en el sufrimiento de la vida cotidiana, y poder contemplar entonces el rostro del Padre, oyéndole decir lo que aquellos tres discípulos no entendieron muy bien en la Transfiguración —“Este es mi Hijo amado en quien me complazco, escuchadle” (Mt 17,5)—, hasta que pudieron contarlo después de la resurrección: “Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con Él en el monte santo” (2P 1,18). Y, finalmente, podamos oírle a Jesús, escuchando su voz que repite desde la Cruz: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43)
La tragedia por no poder ver más que la espalda de la Belleza, la describe el bramido vehemente de la cierva que busca las corrientes de agua (Sal 42), atormentada por los punzones de la caducidad, que todo el día la hostigan “¿dónde está tu Dios?”, mientras ella, desconsolada y jadeante, clama sin reposo: “¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios?”, y a todo el que se encuentra por el camino lo aborda suspirando: “Si encontráis a mi Amado, decidle que muero de amor” (Ct 5,8). Y es que la esposa sabe —y lo sabe no sé si de oídas ni siquiera por intuición, sino por propia experiencia del sabor trágico de la belleza— que el Esposo es “el más bello de los hijos de Adán” (Sal 45,3), la obra perfecta del Padre, la obra maestra de la creación, el Arquetipo del Hombre en quien se ha encarnado el Verbo en el seno de María Virgen por obra del Santo Espíritu: que si así de hermosas son las espaldas del novio, ¡cómo será la embriagadora visión de Jesucristo sentado a la derecha del Padre, cuando finalmente pueda cantar yo también “Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor!” (Sal 17,15).