«Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados”. Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor». (Mt 1,16.18-21.24a)
El Papa Pio IX proclamó a San José Patrono Universal de la Iglesia, el día 8 de diciembre de 1870, a petición de más de trescientos obispos del Concilio Vaticano I. Un reconocimiento que llegaba en un momento de perturbación y de consternación en la Iglesia, zarandeada por la pérdida de los Estados Pontificios, y por las controversias de lo que hoy llamaríamos post-concilio.
El Papa, la Iglesia, seguía así la misma elección directa de Dios, que escogió a José para llevar a cabo el encargo de más responsabilidad que jamás Dios ha dado a hombre alguno: cuidar de su Hijo Jesucristo, y de su Madre, la Madre de Dios, María Santísima. Consciente de su incapacidad para llevar adelante semejante misión, José, ante las primeras dudas decidió abandonar en secreto a María. Dios le envió un ángel que le explicó el misterio del embarazo de la Virgen; y José, dócil y humilde a la voz del Señor, comenzó a cumplir su misión, y así siguió hasta su muerte.
El Señor permitió esta tribulación, para fortalecer a José en la fe; y darnos con él un ejemplo de fe, y así fortalecer también la fe de todos los cristianos. Esta es la gran lección que nos da José: “En todo esto se mostró, al igual que su esposa María, como un auténtico heredero de la fe de Abraham: fe en Dios que guía los acontecimientos de la historia según su misterioso designio salvífico. Su grandeza, como la de María, resalta aún más porque cumplió su misión de forma humilde y oculta en la casa de Nazaret. Por lo demás, Dios mismo, en la Persona de su Hijo encarnado, eligió este camino y este estilo —la humildad y el ocultamiento— en su existencia terrena.” (Benedicto XVI, Ángelus, 19-III-2006).
José vivió con ternura, amor, confianza, con un corazón paterno y materno, su labor de custodiar al Niño y a su Madre. “Y Aquel, a quien tantos reyes y profetas ansiaron ver, José no solo lo vio sino que moró con Él y, con paterno afecto, lo abrazó y lo besó y, además, nutrió con cuidado al que el pueblo fiel comería como pan descendido del cielo, para conseguir la vida eterna” (Decreto de proclamación, 8-XII-1870).
Y con la fe, San José nos enseña a ser dóciles a la palaba de Dios: “Cuando José se despertó del sueño, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor”, nos dice el Evangelio. “¿Cómo vive José su vocación de custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la atención constante en Dios, abierto a sus señales, disponible a su proyecto (…) José es ‘custodio’ porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas” (Papa Francisco, 19-III-2013).
En San José, Dios nos ha querido dar también un ejemplo de una persona que cumple un mandato divino en medio de la normalidad de la vida familiar y de su vida de trabajador humilde; y sin que nada especial, ni llamativo, ni extraordinario sucediese a lo largo de los años: sufrió para salvar a Jesús de la matanza de los inocentes perpetrada por Herodes; padeció en la huida y en la estancia en Egipto, y tuvo sus dudas hasta regresar a Nazaret.
Con su vida, San José es también, para nosotros, un gran maestro de la vida interior, de la vida con Cristo, en Cristo, por Cristo. “Fe, amor, esperanza: estos son los ejes de la vida de San José y los de toda vida cristiana. La entrega de San José aparece tejida de ese entrecruzarse de amor fiel, de fe amorosa, de esperanza confiada. Su fiesta es, por eso, un buen momento para que todos renovemos nuestra entrega a la vocación cristiana, que a cada uno de nosotros ha concedido el Señor” (Josemaría Escrivá, “Es Cristo que pasa”, n. 43).
“El ejemplo de san José —recordó Benedicto XVI, en el Ángelus del 19-III-2006— es una fuerte invitación para todos nosotros a realizar con fidelidad, sencillez y modestia la tarea que la Providencia nos ha asignado. Pienso, ante todo, en los padres y en las madres de familia, y ruego para que aprecien siempre la belleza de una vida sencilla y laboriosa, cultivando con solicitud la relación conyugal y cumpliendo con entusiasmo la grande y difícil misión educativa”.
En estos momentos de tribulación para la Iglesia, tiempos en los que la matanza de cristianos inocentes tiene lugar en tantas partes del planeta, podemos celebrar hoy la fiesta del Santo Patriarca, bien conscientes de que: “Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, San José también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo” (Juan Pablo II, Redemptoris Custos, 1).
Hoy celebra la Iglesia el segundo aniversario de la inauguración del pontificado del Papa Francisco. Unimos nuestras oraciones a las de los cristianos dispersos por el mundo, pidiendo a San José, Patrono Universal de la Iglesia, que con la Virgen María cuide del Papa y de toda la Santa Iglesia.
Ernesto Juliá Díaz