Este verano la JMJ nos ha dejado un chorro de aire fresco, una brisa de alegría sobre la sequedad escueta de nuestra mirada, a veces tan estéril, tan cicatera y ruin…, un destello radiante de humildad para incidir sobre los anhelos de un mundo que abarca a mirar su ombligo y, si acaso, poco más. Después del ímpetu y la fuerza de la mirada que nos dejó Juan Pablo II acercando a una imberbe juventud el brillo de la belleza; después de la humilde sobriedad de la razón que Benedicto XVI afianzó sobre la fe en una belleza excelsa y sublime, aparece Francisco mostrando esa belleza rebosante de simplicidad, de frescura, de alegre espontaneidad, una belleza que se desborda, que desciende a la cotidiana sencillez del día a día, a la simple ternura del pobre, del mísero, del paria, del niño absorto de ojos blancos y confiados, con la boca abierta atónito por esa belleza que irradia frescura y jovialidad.
Es lo que se vislumbra sobre la Iglesia, una gracia que basta, que se desborda generosa sobre el hombre indefenso, sobre la debilidad, sobre la impotencia, sin exigencias, sin élites, sin heroicos guerreros que defienden el reino, una gratuidad sin límites, una esperanza sin límites, un amor sin límites, un Dios que se da sin límites, sin contrapartidas, sin intereses… Una belleza que se hace simple y cercana al hombre… Porque «Yo estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos», porque «No os dejaré solos», porque «Mi gracia te basta», porque «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino».
Es la esencia de la belleza que se hace verdad, esa verdad de la belleza que se funde con la gracia y se derrama sin paliativos sobre las manos abiertas y vacías, sobre los corazones a veces heridos, exhaustos, rotos… «Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré». El sentido no es de abajo a arriba sino al revés: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo a vosotros». Es la iniciativa de Dios para que la única gloria sea la suya y no la nuestra, «para que se manifieste que lo sublime de este amor viene de Dios y no de nosotros». Esta belleza nos sorprende, nos inunda, nos abrasa, con un amor sin confines, una belleza que no conoce el ocaso, una belleza que ama al hombre con verdadera locura, que se desangra por él, una belleza que es el mismísimo Dios.