“Porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; que os alejéis de la fornicación, que cada uno de vosotros sepa poseer su cuerpo con santidad y respeto, y no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios” (Tesalonicenses 4, 3-5). A los oídos de muchos de nuestros contemporáneos pueden resultar duras, o tal vez carentes de significado, estas palabras del apóstol san Pablo. Sin embargo, su actualidad es manifiesta. Algunos podrían pensar que se trata de una doctrina que permanece anquilosada en el contexto de una época ya caduca y trasnochada. Los tiempos actuales, se nos dirá, van por otros derroteros, y es necesario que la Iglesia “aligere” su moral ante las exigencias de una sociedad avanzada y progresista.
Precisamente, respecto a este tipo de “relajaciones”, leía hace poco una biografía del recién beatificado cardenal J.H. Newman y, entre otras cosas, me llamó la atención su visión profética de la religión. El Cardenal afirmaba: “El cristianismo tiene un espíritu de fe, modestia, mansedumbre, subordinación; pero el espíritu contrario es de relativismo, indiferentismo, de secularismo y de cisma, un espíritu que tiende a derrocar la doctrina, como si fuera fruto de la intolerancia, y la disciplina fuera el instrumento del clero”. No hay que olvidar que estas palabras las dijo siendo aún anglicano. Pero su preocupación, como sincero cristiano, era toda esa corriente de “opinión pública” que se iba posicionando contra la Iglesia. Y continuaba: “No habrá seguridad en la sólida doctrina, que dependerá de un Decreto del Parlamento”.
simiente del Hombre nuevo
¿No es esta, acaso, la situación por la que ahora atravesamos, casi dos siglos después de las afirmaciones de Newman? ¿No ha hablado reiteradamente el actual Papa Benedicto XVI de los peligros del relativismo, que lleva a una indiferencia ante la realidad de Dios? ¿No somos testigos de los continuos ataques a la Iglesia, desde fuera y desde dentro, acusaciones de toda índole y contradicciones dispares, donde lo gubernamental se alza como único juez de la conducta humana? El mismo cardenal Newman apelaba a la sensatez, al estudio sosegado y a la formación necesaria para poder esgrimir argumentos convincentes, y no la precipitación o el consenso de fuerzas políticas ante temas que atañen a lo más esencial del ser humano.
Así pues, ¿dónde encontrar una respuesta serena a la cuestión de la pureza de corazón a los ojos del hombre de hoy? San Pablo, en la carta a los Tesalonicenses, comienza recordándonos cuál es la voluntad de Dios, es decir, nuestra santificación. Esto es lo primordial. De hecho, la cuestión de la pureza de corazón, o la castidad, no es la virtud primera para el cristiano. Ni siquiera es una virtud teologal, y entre las virtudes cardinales la podríamos situar en la última, es decir, como un aspecto de la templanza. Tampoco entre los mandamientos de la Ley de Dios aparece como el primero de ellos, sino que se sitúa en el sexto y el noveno mandamientos. Lo que sí augura el Apóstol de los gentiles, es que cuando el cuerpo es tratado lejos de la santificación (sobrenaturalmente hablando) y del respeto (humanamente hablando), entonces nos apartamos del querer de Dios, de ese bien al que estamos llamados para participar de una felicidad plena, humana y sobrenatural.
Lo demás, es quedarnos en un ámbito estrecho y dolorosamente limitado. No podemos olvidar que la encarnación del Verbo hace que todo lo humano esté entretejido de lo divino. La persona de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el único referente válido del cristiano, con el que se identifica y ha de seguir, único modelo que nos presenta san Pablo, y que cuando escribe a la iglesia de Tesalónica, por ejemplo, les recuerda que cualquier deseo de Dios, seguir su voluntad, pasa inexorablemente por Jesús.
la gloria de Dios en el cuerpo humano
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5, 8). Estas palabras del Señor nos sitúan en la clave de nuestro propósito. Se dirige Jesús, no a los doctos y sabios de este mundo, que desprecian la sencillez del corazón, sino a todos los hombres de buena voluntad, es decir, los que buscan sinceramente a Dios. Y serán ellos, los limpios de corazón, los que, además de ver a Dios, en ellos también veremos a Dios.
Ser limpio es signo de la presencia de Dios. Por eso, el Señor invitará constantemente a la oración, a ese diálogo personal e íntimo, ya que en ella se inicia la visión de Dios, reservada a los “transparentes” de corazón. De esta manera, pureza de corazón es sinceridad, simplicidad frente a la complejidad y la mentira. El limpio de corazón no vive fuera de realidad, sino que asume la coherencia entre el pensamiento y el sentimiento, sin caer en reduccionismos donde lo afectivo prima sobre la razón, viviendo una sinceridad radical que procede de ver lo más íntimo a nosotros, la conciencia, que es el espejo donde Dios se muestra en nuestro interior.
Este es el “salto” que Cristo propone a cada uno de los que le escuchan: la experiencia de la eternidad en nuestra alma palpando nuestra debilidad. Solo así seremos capaces de captar la belleza de un Dios que ama todo lo que nos hace sufrir, realidad misteriosa que asumió su propio Hijo, aunque no nos guste lo que somos y lo que tenemos. Porque hablar de pureza de corazón es constatar la belleza, no solo la invisible a nuestros ojos, sino la que está hecha a imagen y semejanza de Dios en cada ser humano, y que comienza con la propia aceptación personal del ser y del existir.
Todo este misterio se significa de manera admirable en la propia vida de san Pablo: “Me alegro por los padecimientos que soporto, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Colosenses 1, 24).
ven a mi vida, no pases de largo
Deteniéndonos en lo bello, en lo que percibimos no solo como agradable o útil para nuestro bienestar, sino como gozne de una permanente felicidad, ya el Antiguo Testamento nos pone ante la realidad de esa sintonía con lo divino: “Yo la amé y la pretendí desde mi juventud; me esforcé por hacerla esposa mía y llegué a ser un apasionado de su belleza” (Sabiduría 8, 2).
La belleza, por tanto, es una de las maneras más perfectas de manifestarse la divinidad en el mundo. Por eso, la belleza exige un respeto, al que aludía san Pablo a los tesalonicenses, y la moral (no la patética moralina ajada, manoseada y desgastada), ha de ser la fiel defensora de este hermoso arte divino, que es la belleza, como necesario bien para el alma y su constante crecimiento en el conocimiento de la Verdad, que es lo que propiamente apasiona el corazón del hombre.
El que es poseedor de la verdad, o más bien participa de ella, dirige constantemente el ejercicio de su libertad en la contemplación de la belleza. Es decir, cada acción, cada pensamiento y cada palabra es una afirmación de Dios en su vida.
Así pues, más allá del utilitarismo fugaz, la belleza se destaca por su claridad y sencillez, notas necesarias que trascienden lo temporal, porque propiamente pertenecen a Dios, pura simplicidad, y que es participada en el alma del que experimenta la misericordia divina en su vida. Por eso, es tan difícil objetivarla. Lo que destaca de ella, sin embargo, es que está hecha para ser vivida y contemplada, y es contraria a cualquier resquicio de mediocridad, es decir, de una vida conformista que sólo busca el acomodo en la indiferencia.
Es en el ser humano, hecho a imagen de Dios, en donde, de manera especial, se manifiesta la belleza, ya que es una apelación al deseo de lo infinito y lo eterno, algo que solo se encuentra en el mundo dentro del corazón de cada persona, revelando que el amor es la belleza de Dios que se ha anticipado a cada uno de nosotros. De esta manera, descubrimos que en cada hombre y mujer hay mucho de sagrado y, por tanto, digno de ser respetado.
amar con pureza
“¡Qué hermoso parece tu camino en busca del amor!” (Jeremías 2, 33). También en la belleza hay una fuerza que atrae. Y en la consideración de nuestros propios límites, existe el peligro de que el desorden interior del hombre, y, una vez más, la codicia por poseer y usar, pervierta la belleza, transformándola en un solipsismo egoísta.
En este mirarse a uno mismo, lo carnal, en un sentido negativo y exclusivamente egoísta, acaba siendo algo ajeno a nosotros, haciendo que caigamos en un olvido: la belleza, en cuanto fuente originaria, es la que Dios ha depositado en nuestro interior, para que el hombre la descubra, día tras día, en Él. Por tanto, nadie puede atribuirse el derecho a “consumirla” como si de un objeto de mera posesión se tratara.
Solo desde un verdadero espíritu contemplativo, como decíamos antes, incluso dentro de nuestros afanes más cotidianos, es posible alcanzar la hermosura de ese Dios que se nos da en cada detalle, a veces imperceptible, pero que atrae y alimenta ese hambre que ansía a Dios… “como tierra reseca, agostada, sin agua” (Salmo 62, 2)
¿Y el cuerpo, ése compañero tan íntimo que llevaremos con nosotros hasta la muerte? No hay que olvidar que nuestra “carnalidad” es un don de Dios. Si perdemos de vista que somos templo del Espíritu, tal y como san Pablo insistirá, intentaremos poner a prueba el alma en lo que exclusivamente hay de sensible en el amor. De esta manera, no sólo perderá el sentido de lo trascendente (lo invisible y eterno que hay en el amor), sino que hará del cuerpo la única necesidad para alcanzar, inútilmente, la belleza.
La perversión de lo bello, que es la fealdad, se identifica, por tanto, con la ausencia del verdadero bien en el hombre, es decir, con el pecado y con la muerte, no solo del cuerpo, sino del alma.
la vida es Cristo, amarlo, la felicidad eterna
“¿Pues qué gloria hay en soportar los golpes cuando habéis faltado? Pero si obrando el bien soportáis el sufrimiento, esto es cosa bella ante Dios” (1 Pedro 2, 20). La pureza de corazón va de la mano de la castidad, para enseñarnos que nada tiene que ver con la constricción o la mengua del amor, aunque ello conlleve renuncia, dolor y entrega, frutos del ejercicio más libre que hay en el ser humano.
Se trata de la capacidad del hombre para mirar al amor cara a cara, sin miedo y sin vergüenza, necesitando para ello librarse de cualquier esclavitud que le impida realizarse en la amistad con Dios, que es el único que puede acaparar su vida llenándole de sentido y felicidad.
De este modo, la castidad es la admiración por el “tú”, la consideración de la persona amada como un infinito que ha de ser depositado en el alma con esmero y gratitud. Porque la promesa de un amor eterno, la de dos jóvenes enamorados, por ejemplo, no puede quebrarse en el instinto de la necesidad, sino que es preciso preservarla del tiempo y el espacio para que nunca muera su juventud, aunque ambos lleguen a la ancianidad.
Y es el misterio de la belleza que hay en la castidad, ganada con ese esfuerzo y esa entrega del que echa de sí el escollo innecesario para ser libre, lo que hace que esa ofrenda de amor nunca muera, porque ya es Dios mismo quien se compromete en esa alianza indestructible.
¿Célibe? ¿virgen? ¿matrimonio?… A todos se nos capacita con las alas del aliento divino para que podamos levantar el vuelo, y ver en los ojos de Dios el amor que fue depositado en nosotros. Y sin ser tampoco el principal de los frutos del Espíritu Santo, en la castidad alcanzaremos lo más grande que hay en el ser humano: desde el altar del cuerpo mortal, contemplar a Dios en el rostro divino de la carne… Lo único verdadero que hemos “prestado” a Dios, y que posibilitó su encarnación.
Sin embargo, habrá quienes presuman de haber experimentado el amor en cuerpos rendidos y esclavos de deseos. Olvidan que son cuerpos marchitos, porque están gastados en la codicia y en la infecundidad. Y ante esta manera de mostrar un amor que no es únicamente deseo, sino entrega y don, quizás sonrían, encogiéndose de hombros y con muestras de indiferencia. No podemos olvidar que quien no respeta el amor, es decir, el “tú” con lealtad y verdad, no puede esperar que un amor auténtico venga a él a cualquier precio. Lo que fue tejido con hilos de eternidad, sólo reconocerá en la sencillez de un corazón limpio lo que es verdaderamente suyo.
“Contigo hablo: Levántate”
¿Fuiste protagonista de fangos y desperdicios del amor, y ahora quieres descubrir su verdadera fecundidad? Lo que al hombre resulta imposible reconstruir, después de haber arruinado su propio cuerpo, para Dios, en cambio, y siempre contando con nuestra libertad, es sencillo: se trata de restaurar el más hermoso de los templos, tu propio cuerpo, morada de Dios, con el firme deseo de abandonarte filialmente en sus manos…
¿No se trata de ese mismo Padre que espera anhelante al hijo pródigo, tú y yo, para fundirse con él en un abrazo de ternura y misericordia? Pidamos al Espíritu Santo que transforme nuestro corazón de piedra en verdadero corazón de carne –tal y como ansiaba el profeta Ezequiel-, a imagen del corazón de Cristo, con el que amar a Dios con todas nuestras fuerzas, con todo nuestro corazón y con todo nuestro ser, y veamos en el prójimo la belleza divina que hay en su alma… ¿No oyes la respuesta de Jesús?: “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más” (Juan 8, 11).
Por último, solo allí, en la Cruz del Calvario, encontrarás la gracia y la fuerza para vivir tu pureza de corazón si dejas que esa carne crucificada de Cristo se crucifique también en la tuya. No se trata de vivir el solipsismo del drama de la resignación, sino, como decíamos más arriba, de aceptar lo que somos: hijos de Dios en el Hijo. María, nuestra Madre, no huyó de la cruz. No hubiera podido. Ella creía firmemente en la divinidad que se escondía detrás de aquella carne desnuda de Cristo, precisamente porque tenía la prueba de su virginidad.