«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud. Os aseguro que antes pasarán el cielo y la tierra que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la Ley. El que se salte uno solo de los preceptos menos importantes, y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero quien los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos”». (Mt 5,17-19)
Si hay una palabra que actualmente produce prevención, cuando no abierta repulsión, hablando en el plano espiritual o meramente psicológico, esa es la palabra «ley». Aunque admita varias acepcciones, la tacha de «legalista», «moralista», «fariseo», «hipócrita», «rigorista», «formalista», «justiciero», y otros piropos semejantes le caen encima al que levante la bandera de «la ley».
Pero las palabras puestas en boca de Jesús están llenas de alusiones o citas literales del Antiguo Testamento, básicamente tomadas de la Ley (Pentateuco, atribuido a Moisés, casi en su integridad) y de los profetas. Un problema serio para los contemporáneos de Jesús, tenía un enorme nombre propio: Moisés. ¿Cuál era su relación y su posición ante Moisés? Porque Moisés condujo Israel a la libertad, hablaba cara a cara con Dios como un hombre con su amigo, y su Ley —los hebreos la entienden como «instrucción»— se la manifestó directamente Dios, y como Él, ella también es perfecta e inmutable.
Es comprensible la perplejidad que aquel profeta de Nazaret pudiera suscitar, sin entronques aparentes con Davil y con su ciudad, Belén. Pero la autoridad con que intervenía en las sinagogas, el poder evidenciado ante las enfermedades y los espíritus inmundos (los demonios), la opción de algunos discípulos de Juan que ahora lo seguían a Él —y participaban de sus poderes—, su autoridad, su fama y sus prodigios ante las multitudes, etc. eran demasidos datos como para ignorarlo.
Era lógico que todo buen judío se preguntara para sus adentros: Maestro, ¿quién eres? ¿Qué dices de Ti mismo? y, específicamente: ¿Eres tú Moisés? ¿Eres tú más que Moisés? ¿Has venido a derogar a Moisés? En Juan 1,17 se afirma que la Ley nos la dió Moisés y la «gracia» nos la trajo Jesús; y Él mismo señala que Juan el Bautista cierra «la Ley y los profetas» (Lc 16,16). Pero, al mismo tiempo, en la Transfiguración Jesús conversa con Moisés y Elías.
Jesús, que leía los pensamientos, se anticipa: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los profetas; no he venido a abolir, sino a dar plenitud«. Este es el punto culminante. No hay contraposición con Moisés sino plenificación. Aquello que está escrito, eso —completamente— es lo que Yo soy. Estáis en lo cierto los que os ateneis a la Ley, porque Yo tambien la asumo; es el guión de mi vida. Yo soy quien la cumple y enseña. Sí, y por ese orden; primero la cumplo (la voluntad de mi Padre) y luego la enseño (para vuestra salvación).
Lo que ni el mundo ni la modernidad le perdonan al cristianismo es que pretenda tener una Ley «que no nos la hemos dado nosotros mismos», que dimane del Autor del universo. El dilema sigue así; o Dios o el pacto. No hay otra fuente para la Justicia y la felicidad, o proviene de Dios o nos la fabricamos los hombres.
De ahí que Jesús haga una doble prevención: contra los que se salten (omitan o incumplan) los preceptos más pequeños (admite una gradación), y contra los que —sea cual fuere su conducta— así lo enseñe. Hay aquí una especial advertencia a la misión de enseñar («munus docendi») de la Iglesia. Drámatico en extremo el aviso en el paralelo de Lucas, que se centra —¡qué oportuno!— en la enseñanza sobre el matrimonio (Lc 16,16-17).
Y es que la Ley no es un compendio de todo lo que anula la libertad y los contados placeres a disposición del ser humano, sino que es una guía segura de felicidad, que apela a la propia experiencia. En Dt 4,1 podemos leer en la Biblia judía: «Y ahora, oh Israel, escucha las leyes y los preceptos que os enseño para que podais vivir por ellos, y entréis y poseáis la tierra que os da el Eterno«. Es muy significativo el «por»; preposición de causalidad. Si es posible vivir en la herencia de Dios no es por la tierra en sí, por fértil que sea, sino «por» —a causa de— sus mandamientos. Más importante que la propia Tierra prometida, para vivir, es la Ley. La terrible historia del Israel de la carne enseña cómo ha podido sobrevivir lejos de la tierra que Dios les dió en heredad a sus padres, pero no habría podido perdurar sin la Ley y los profetas.
Jesús es muy claro: «no he venido a abolir, sino a dar plenitud«.
Francisco Jiménez Ambel