En aquel tiempo, Jesús llegó al templo y, mientras enseñaba, se le acercaron los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo para preguntarle: «¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado semejante autoridad?».
Jesús les replicó: «Os voy a hacer yo también una pregunta; si me la contestáis, os diré yo también con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan, ¿de dónde venía, del cielo o de los hombres?».
Ellos se pusieron a deliberar: «Si decimos “del cielo”, nos dirá: “¿Por qué no le habéis creído?» Si le decimos “de los hombres”, tememos a la gente; porque todos tienen a Juan por profeta».
Y respondieron a Jesús: «No sabemos».
Él, por su parte, les dijo: «Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto». (Mt 21,23-27)
El episodio evangélico de hoy es el comienzo de las controversias que mantendrá Jesús con las autoridades judías tras su entrada en Jerusalén el Domingo de Ramos. Los precedentes de estas controversias, tras su entrada en la ciudad santa, son la expulsión de los vendedores del Templo, la curación de ciegos y cojos que se acercan a él y la maldición de una higuera, que quedará seca.
En principio, la pregunta de las autoridades judías por la autoridad (exousía) con que Jesús hace «eso» –refiriéndose sobre todo a la expulsión de los vendedores y las curaciones de enfermos– parece legítima. A fin de cuentas, los sumos sacerdotes son los responsables del buen funcionamiento del Templo. Por eso es lógico que pregunten por la autoridad con que Jesús ha llevado a cabo semejantes acciones, que sin duda han provocado un cierto revuelo. Sobre todo la expulsión de los vendedores, ya que, aunque el hecho tuviera un carácter fundamentalmente simbólico y sus proporciones fueran más bien modestas, es claro que las autoridades quedarían preocupadas por la acción de Jesús.
Sin embargo, el texto da a entender que Jesús adivina sagazmente que la intención de las autoridades no es todo lo recta que cabría esperar: ellos ya han juzgado de antemano, en el sentido de que los actos que hace Jesús no pueden tener el sello de la autoridad divina. Pero esa respuesta de los jefes de Israel no es la correcta, la que el lector del evangelio conoce prácticamente desde el principio del mismo.
A partir de ahí, la conversación entre Jesús y las autoridades judías se transforma en una controversia de tipo rabínico en la que una respuesta se convierte a su vez en una pregunta. Y una pregunta que además corta el camino al ataque de sus interlocutores. Jesús vuelve sus ojos a Juan Bautista y sabe utilizar su figura como argumento. Aunque asesinado por Herodes Antipas, el Bautista no debió de ser muy querido por los dirigentes del Templo de Jerusalén, habida cuenta de que, en cierta manera, su actuación entraba en colisión con la «teología» del Templo. En efecto, según los evangelios, Juan Bautista predicaba un bautismo «para el perdón de los pecados» (Mc 1,4), cosa que iría en contra de la idea de que los pecados solo se podían perdonar mediante la fiesta de Yom Kippur y sus consiguientes sacrificios en el Templo. Ahora bien, otras fuentes discrepan en este punto. Así, el historiador judío Flavio Josefo afirma que «en opinión de Juan, el bautismo [que él administraba] sería realmente aceptable [para Dios] si lo empleaban para obtener, no perdón por algunos pecados, sino más bien la purificación de sus cuerpos, dado que [se daba por supuesto que] sus almas ya habían sido purificadas por la justicia» (Antigüedades judías 18). En todo caso, la figura de Juan Bautista habría sido la de un «antisistema» con respecto al sacerdocio y culto del Templo de Jerusalén.
En el evangelio de hoy vemos cómo Jesús pone en práctica esa enseñanza suya de ser «sagaces como serpientes» (Mt 10,16), poniéndoselo difícil a aquellos que quieren acabar con él. Su autoridad a veces también tiene que jugar en «campo contrario».