La posmodernidad es un proceso cultural caracterizado por el desencanto ante el fracaso de la Modernidad. Los ideales de la revolución francesa, las ilusiones ilustradas del progreso indefinido, de la paz perpetua, de la fraternidad universal, de la infalibilidad de la ciencia,… eran promesas que habían anunciado la felicidad. Una felicidad que, sin embargo, está cada vez más lejos. La posmodernidad está “de vuelta de todo”. Ha renunciado a los grandes ideales, a la metafísica, a la religión, al cientifismo, a la ética universal, a la tradición, a la autoridad, a los grandes relatos, a las grandes preguntas y a las grandes respuestas… y ha dejado al hombre abandonado a su soledad, a su individualismo, a su instintividad, a su mismidad, a su pobre nada.
Mayo del 68 es una fecha simbólica para rastrear el origen de la posmodernidad. Y es que el mayo francés alberga una doble condición paradójica. Por un lado representa la última reivindicación exasperada de los ideales prometidos y no cumplidos de la modernidad; pero a la vez supuso su acta de defunción. Mayo del 68 llevó al límite los postulados ilustrados de ruptura con la tradición: ruptura con la autoridad política, con la autoridad paterna, con la institucionalización del sexo en la familia, con la religión, con el orden moral establecido… Es uno de estos elementos, la desautorización de la figura paterna, por su relevancia simbólica y por sus consecuencias reales, en el que vamos a centrar nuestro análisis.
el fin del rol paterno
Una de las características evidentes de nuestra civilización posmoderna es el cambio de rol de la figura paterna, o más bien su desaparición como tal. El psiquiatra Toni Anatrella, en su libro “La diferencia prohibida”, habla de una sociedad que ha devaluado y rechazado la imagen del padre.
La figura paterna encarna tanto la autoridad como la moral y por ello se convierte en víctima de un proceso cultural que ha conducido a una difuminación total de su rol. No olvidemos que en mayo del 68 se identifican “emancipación” de la autoridad y rechazo de la moral. A ello ha contribuido poderosamente el nuevo rol de la mujer que ha aupado cierto feminismo enraizado en la ideología de género.
El padre pasa a ser un “ausente” doméstico, y al carecer de “misión referencial” para los suyos, opta por convertirse en un adolescente permanente. La fractura del modelo familiar y la disolución del rol de padre hacia lo que los psicólogos sociales han denominado la paternidad periférica o sencillamente paternidad ausente han generado una sociedad sin padres, es decir, sin referentes de autoridad ni vínculos con la tradición en acto. La representación paterna es sistemáticamente desautorizada desde los medios de comunicación, y el cine no es ajeno a esa tendencia.
La ideología igualitaria ha convertido a los padres en “semejantes” a los hijos. Son “colegas”, igual de indocumentados que sus hijos en la aventura de la vida. El peso de la experiencia y de la tradición verificada ya no sirven de nada. El padre se ha ido transformando en un adolescente o un niño más en la familia. No es un ideal al que puedan dirigir sus hijos la mirada.
Por el contrario, hoy se da una hipervaloración de la relación madre/hijo, hecho que favorece la moda de las madres solteras como opción de vida femenina. También la mentalidad abortista concede a la mujer un status mucho más relevante que al hombre en relación a la procreación. “Es mi cuerpo” es la expresión acuñada que excluye casi por completo la responsabilidad del padre biológico.
crecer sin padre, una herida siempre abierta
Queremos llamar la atención sobre cuatro películas que hacen una disección profunda del problema. La primera es Thirteen (C. Hardwicke, 2003). El guión de esta película, escrito en seis días, es obra autobiográfica de Nikki Reed, que a la sazón contaba con 13 años de edad y que es la coprotagonista del film junto a Evan Rachel Wood. Ellas encarnan a Evie y Tracy, respectivamente, dos adolescentes que se conocen del instituto.
En la familia de Tracy no existen adultos, imprescindibles para el desarrollo personal de un adolescente. El padre de Tracy hace mucho que decidió no complicarse la vida con su ex-esposa y con sus hijos. La figura paterna está ausente, tanto por el desinterés absoluto de su padre biológico como por el desastre humano del novio de su madre. Tracy desea pasar tiempo con su padre, pero él nunca puede, siempre tiene excusas (“nunca le veo”).
Es muy elocuente la escena en que en una visita del padre de un par de minutos, mientras Tracy trata de comunicarse con él, este recibe una llamada telefónica. Él responde y refiriéndose a su hija le contesta al interlocutor: “No te puedo atender, estoy con un cliente”. No se atreve a decir: “Estoy con mi hija”, porque no quiere aceptar un rol que implica responsabilidad, no desea identificarse con el rol de la paternidad. En realidad Tracy repite el patrón existencial de su madre que también creció sin padre y por ello arrastra una herida sin cicatrizar.
Hay otro film muy clarificador, esta vez español: Mujeres en el parque (Felipe Vega, 2006). El argumento relata cómo Daniel y Ana se están separando después de más de veinte años de vida en común. Su hija Mónica, de veintidós años, no entiende el divorcio de sus padres, y a medida que conoce más cosas de ellos y de su pasado, crece en ella la amargura, el rencor y el escepticismo, llegando incluso a perder la fe en las relaciones de pareja. De hecho, dejará a su novio por miedo a repetir el patrón de conducta de sus padres y de este modo acabar haciéndole daño. La falta de adultos maduros en su vida se refuerza con el terrible consejo de su madre “adoptiva”: “No te mezcles demasiado con adultos”. Precisamente son verdaderos adultos lo que ella necesita.
modelos de deformación
La película Una historia de Brooklyn (Noah Baumbach, 2005) está ambientada a principios de los ochenta y nos relata la separación del matrimonio Berkman. Bernard (Jeff Daniels) y su esposa Joan (Laura Linney), son dos escritores progresistas de moda que deciden separarse. Sus dos hijos, Walt de dieciséis años, y Frank de doce, se ven abocados a una experiencia absurda que echa por tierra unas vidas que habían empezado bien y que ahora zozobran a causa de sus padres.
A medida que avanza el proceso de separación, los padres se van cerrando en sus propios problemas relacionados con la autoestima, tanto profesional como sexual, y van abandonando, no ya su función referencial hacia los hijos -hecha añicos a esas alturas- sino incluso sus obligaciones protectoras.
Los padres desertan emocionalmente de la familia, y los hijos, en pleno proceso de maduración, se ven privados del puente por el que estaban cruzando y se ven abocados a precipitarse en el abismo. Respecto a Walt, los mensajes que recibe de su padre aumentan su confusión: “A tu edad es bueno ir de flor en flor”, es el consejo que recibe de él. “Quizá deberías acostarte con ella una vez; saber si te gusta. Eso no significa que no puedas ir con otras mujeres”. Sus padres se han convertido en adolescentes que les proponen como ideal el caos en el que ya viven.
Hay una película más en la que a la ausencia del padre se añade la inmadurez de la madre (Susan Sarandon), más adolescente que la propia hija (Natalie Portman). Se trata de A cualquier otro lugar (Wayne Wang, 1999). En él, Adele y Ann son una madre y una hija que viven juntas. El padre de Ann desapareció cuando ella era pequeña, y ahora Adele vive con otro hombre pasivo y sin carácter. Adele es inmadura y superficial incapaz de afrontar su vida como una adulta. Ann, con 16 años, es más madura que su madre y apenas la puede soportar. Como es evidente carece de referentes, paterno y materno, y se apoya en su abuela como puede. La única paternidad está representada por las dos apariciones del policía que, por un lado representa la autoridad, y por otro la misericordia; y además es quien da consejos certeros a la hija y a la madre. La segunda vez que aparece, la madre se fija en el lema del escudo policial: “Proteger y servir”. Y es en ese momento cuando cambia y deja de mirarse al ombligo.
Afortunadamente, también se estrenan películas que proponen salidas a la posmodernidad, aunque sean tímidas; salidas que siempre pasan por descubrir al “otro” como una promesa, y no como una prolongación narcisista de la propia instintividad. Pero eso requiere un artículo muy largo y distinto de este.