Acabo de publicar “El arca de la isla”, una novela con la que pretendo enfrentar al lector a los límites morales de la ciencia. Mediante el empleo de todos los resortes literarios, deseo que los personajes nos ayuden a reflexionar sobre el “posibilismo”, por el que algunos representantes de las ciencias médicas se niegan a considerar la dignidad trascendente del ser humano, lo que permite el florecimiento de la industria biotecnológica, empeñada en crear un mundo feliz en el que prescindamos definitivamente de Dios.
Escribir entraña un compromiso personal que convierte este bello oficio en un servicio. Y ante un tema tan complejo como el que acabo de enunciar, qué mejor que un thriller que no dé respiro; gracias al placer y el divertimento de leer, cada persona va formulando sus propias conclusiones ante un argumento que muestra –de manera fabulosa pero no imposible- las consecuencias de este posibilismo científico.
En “El arca de la isla” he apostado por una aventura que mezcla viajes a lugares exóticos con la intriga policíaca, como en aquellos títulos de Salgari, London o Conrad, pero en unas circunstancias actuales, incluso un futurible que encoge el corazón: la perspectiva del intercambio embrionario entre hombres y animales.
Muchos piensan que en el siglo XXI está todo dicho, visto y descubierto, lo que significa la antítesis de lo que viven los personajes de mi novela. Mario, su protagonista principal, nos demuestra que también hoy caben vivencias a priori inverosímiles, incluso lugares ignotos que dejarían en entredicho al más soñador de los viajeros. Otra de las tramas se desarrolla al albur de los sucesos del otoño de 1989, cuando cae el Muro de Berlín.
caos y desconcierto
¿No es acaso sorprendente, desde la perspectiva de los años, la indiferencia con la que contemplábamos el horror de las dictaduras marxistas? Todavía no hemos realizado un auténtico examen de conciencia, ya que no nos hemos preguntado qué sucedió de verdad tras el Telón de Acero a lo largo de más de setenta años. Apenas llegaban noticias de su carrera armamentística, de las pruebas nucleares que realizaron, de las cribas étnicas y religiosas que emplearon para someter a tantos millones de personas…
La Europa civilizada dio la espalda a una parte sustancial del continente, por más que allí se cometieran crímenes atroces que “El arca de la isla” resume en las prácticas científicas del coronel general Pozdneev. Si cuarenta años antes los Juicios de Nuremberg descubrieron al mundo las monstruosidades de las que son capaces los regimenes dictatoriales asentados en la expansión territorial y el dominio de las poblaciones débiles, ¿por qué no nos hemos cuestionado las barbaries cometidas por los soviéticos todopoderosos?
Las vicisitudes de Telmo, un cazador de fieras en un África a la que todavía se le puede considerar un edén, son fácilmente reconocibles en las décadas de los cincuenta y sesenta del siglo pasado. Aquellos paraísos naturales estaban muy lejos de aquel mayo parisino por el que tanto hemos suspirado, a pesar de las nefastas consecuencias de su “revolución de salón”. Telmo es el arquetipo del hombre de cuna humilde que se hace a sí mismo gracias a la suerte y a la fuerza de la audacia, hasta convertirse en el detonante de la aparición de la isla que da título a la novela. Su vida, que por momentos nos resulta fascinante, en verdad es un infierno: aquel en el que viven los hombres que acallan la conciencia para alcanzar sus metas.
el riesgo de traspasar la línea
África es un referente de mi literatura. Incluso algo más profundo, pues en Kenia descubrí que sería novelista (en la osadía de mis diecisiete años). El continente negro conserva el mismo encanto que cautivó a los grandes escritores de aventuras, el que encadena a los personajes de “El arca de la isla”, que anhelan descubrir las mismas entrañas de donde mana la vida.
De hecho, “El arca de la isla” tiene un importante nexo de unión con los primeros pasajes del Génesis. Las bellas imágenes con las que el autor bíblico escenifica la creación, son cautivadoras, especialmente las metáforas de los árboles y sus frutos para referirse al bien y al mal. En mi libro está presente el Árbol de la Vida, que despierta en los protagonistas las mismas tentaciones que motivaron el pecado de nuestros primeros padres y en el que, sin duda, caen los científicos que destruyen la vida y los políticos que legislan polémicas leyes al respecto.
El Génesis nos muestra que aquel paraíso terrenal fue un regalo de Dios a los hombres, a quienes otorgó el mandato de trabajar la tierra y multiplicarse, colocándoles en un peldaño muy superior al resto de las criaturas. Por tanto, los científicos del siglo XXI deberían investigar los orígenes de la vida para protegerla, asegurar el éxito de cada nacimiento y la preservación del medio natural. Por desgracia hemos alimentado un mito que enfrenta Fe y Razón, como si fuera incompatible emprender investigaciones médicas bajo la luz de la Revelación, lo que no es cierto.
La realidad es tozuda: cuando los hombres rechazamos el garante divino, nos disfrazamos de pequeños diosecillos. Baste un ejemplo: cerca de mi casa funciona una clínica de reproducción asistida, es decir, de fecundación in vitro y manipulación embrionaria. La ciencia juega, en este caso, con el noble afán de los esposos o de las parejas estables por concebir y tener un hijo, pero hace del asunto un negocio que está muy por encima de la dignidad del no nacido, al que cosifican. Recuerdo que durante meses decoraron la fachada con enormes fotos de niños de anuncio, como si aquello fuese un supermercado de bebés a la carta.
El científico suplanta, en este caso, el papel de Dios y, como es de esperar, lo juega torticeramente: me refiero a los embriones sobrantes, a los que mueren en el camino de la experimentación, a la donación anónima de esperma y óvulos que implica el desprecio del derecho a conocer de dónde y de quiénes venimos, a los vientres de alquiler, a la paternidad-maternidad en parejas homosexuales y a la macabra industria del aborto.
vidas de diseño
“El arca de la isla” va más allá de todo lo que acabo de mencionar. Baste recordar que hace unos años nos vanagloriamos con la clonación de aquella oveja que después envejeció y murió repentinamente. Pese a algunas legislaciones que tratan de poner coto a la clonación humana, estoy convencido de que más de un laboratorio ha tratado de emplear el mismo protocolo para la conseguir seres humanos idénticos entre sí, incluso híbridos entre animal y hombre.
Durante lustros nos trataron de convencer de que se debían emplear los embriones congelados en nitrógeno para favorecer del desarrollo de células madre, pues nos librarían del alzheimer y otras enfermedades por ahora incurables. Baste recordar al ex ministro español de Sanidad, Bernart Soria, que lleva años recibiendo cantidades ingentes de dinero para la manipulación de esas vidas en proceso que no le pertenecen y de las que no ha logrado ningún resultado favorable porque las células madre embrionarias degeneran en procesos incompatibles con la curación. No así las células madre adultas, que ya se están aplicando con éxito en muchos hospitales. Sin embargo, a quien denostábamos la manipulación embrionaria y apoyábamos la celular, se nos acusó de confundir ciencia y religión.
Como en las clásicas novelas de aventuras, “El arca de la isla” no busca un público concreto; su tesis científica hace que esa masa de lectores sea aún mayor. Puede disfrutarse desde los dieciséis a los ciento trece años, que es lo que dicen que vivió el hombre más longevo del planeta.